Por:
Javier Sánchez Carmona
Miruz, de Aguadas
RESUMEN
“El Putas”, en su categoría cervantina, es título para notables en
su desempeño.
En Aguadas, ha sido tratamiento para personajes de mito y de
leyenda. En el espacio real, debería ser apelativo honorífico para muchos que,
por su labor, han dado refulgencia a nuestro pueblo en grado superlativo.
A guisa de ejemplo, protagonistas como “El General Henao”; por las
obras durante su alcaldía, fue un “Faraón”. Don Genaro Hurtado, un “Putas”, si
hemos de historiar la cultura de La Iraca. Francisco Franco Valencia, hombre
cívico por excelencia; hasta los sacerdotes y las monjas, con su habla en
estado puro, para referirse a “Pachofra” le daban el calificativo de “El
Putas”.
Aníbal Valencia Ospina, allá en el cielo, debe estar bruñendo la
gran medalla de “El Putas de Aguadas”; fue el celoso guardián de la cultura. Y
para el doctor Javier Ocampo López, el título de excelencia con la estirpe de
Cervantes: “El Putas de Aguadas”, porque en el escenario académico colombiano,
y de otras latitudes allende la frontera patria, con su alma de historiador ha
sabido sacar de la neblina el nombre de Aguadas para hacerlo refulgir en todo
el espacio de la esfera terrestre.
“...nuestra oración favorita llevamos hasta tu
altura:
Que viva Changó...” 1
EL GRAN PUTAS
Por mi panza y mi
apellido mantengo a Sancho Panza entre ceja y ceja. Hoy abro una página del capítulo
XIII de la segunda parte de El Ingenioso
Hidalgo Don Quijote de la Mancha, para argumentar y solicitar de mi
sociedad el definitivo ascenso del vituperable voquible “El Putas”, a la
categoría cervantina.
El escudero del
Caballero del Bosque se dirige a Sancho Panza: “…cuando algún caballero da una buena lanzada al toro en la plaza, o
cuando alguna persona hace alguna cosa bien hecha, suele decir el vulgo: “¡Oh
hideputa, puto, y qué bien lo ha hecho! Y aquello que parece vituperio, en
aquel término es alabanza notable...”
“El Putas”, como
personaje, no lo dudemos, desde el viejo mundo vino en las talegas de fino
lienzo de quienes trajeron la cultura a nuestro continente; no sé cómo Santa
Bárbara Bendita dejó enredar sus poderes sobre los truenos, rayos y centellas
con las propiedades de “Changó”, divinidad con posesión de todas las
contingencias naturales y sobrenaturales; ni más ni menos que ese supremo dueño
de tantas páginas en la obra de Manuel Zapata Olivella: Changó, el Gran Putas.
El vocablo llegó
estigmatizado por las sanas costumbres de los pueblos conservadores del buen
lenguaje. Nuestro folclor incluye otro nombre para “El Putas”: “El Patas”.
Estoy seguro de que el cambio de la “U” por la “A” fue también un mecanismo
para eludir el término asociado siempre con demonios, vicios y maldades.
Como ser
poderoso, es menester no olvidar su figuración en las obras clásicas de los
griegos y de los latinos; un hijo de Neptuno, recibió del dios de los mares el
poder de cambiarse de forma y de apariencia. Changó fue la gran versión llegada
al África y, después, a Centroamérica.
Para adentrarnos
en nuestro folclor, mencionemos “tres
personajes distintos y un solo putas verdadero”.
“Mirús, Mito y
Leyenda”, traído por Libardo Flórez Montoya2
en una de sus crónicas, es Jesús María López, hijo de Pedrito Pelleja, un
hombre bueno; para darle distinción, digamos que era como el “capataz” en casa
del Mayor Francisco Montoya. Pero este hijo de Pelleja resultó ser la oveja
negra de la familia; siempre tuvo problema con la justicia y se convirtió en el
terror del Sur de Antioquia y del Norte y Occidente de El Viejo Caldas.
Las autoridades
de Apía, Santuario y La Virginia preferían no meterse con él para no sentirse
burlados, con este ser diabólico capaz de convertirse en un racimo de bananos.
Los agentes de policía del norte de nuestro departamento, una vez estuvieron a
punto de darle alcance a orillas del Cauca, pero cuando llegó al paso de Bufú,
en una exhalación, y con ayuda diabólica, amarró unas guaduas e improvisó una
balsa para cruzar el río, y mientras con las manos les hacía la vulgar pistola
y con el lenguaje del gesto completaba la burla, huyó rumbo a Marmato.
Según este
cronista, un periodista capitalino encontró a nuestro Miruz3,
ya muy anciano, trabajando como parquero en Tunja, en donde le hacían corrillo
los muchachos para escucharle sus aventuras de juventud. Flórez Montoya
completa su crónica con una referencia a los últimos días de nuestro personaje:
luego de pasar por varias cárceles del país, terminó en La Modelo, pues había
pedido a la dirección no concederle la libertad; avejentado y sin a donde ir,
prefería quedarse prisionero.
Carlos Eduardo
Marín, en uno de sus Cuentos Vernáculos,
nos presenta al mismo personaje; no menciona al papá Pedro Pelleja; trae a
cuento a la mamá, una señora llamada Hortensia, mujer del lupanar, bailarina de
fama en la zona de tolerancia de Aguadas y bien cotizada por los peritos en
baile argentino y otros ritmos calientes de la época. Un caballero de Manizales
de alto coturno se enamoró de ella y la trajo a vivir a Manizales junto con su
hijo Jesús María López, alias “Miruz”. El niño recibía de la mamá buenas pautas
de comportamiento; una vez robó una gallina y doña Hortensia lo reprendió
severamente: “Somos pobres, pero honrados”,
le repetía mientras lo azotaba.
Doña Hortensia
fue embarazada y, cuando dio a luz, le quitaron la criatura que venía con
sangre noble de caballero manizaleño. Desde entonces, cambiaron las lecciones
de los rezos a Nuestro Señor, por dosis de odio alimentado contra los ricos y
poderosos del mundo.
Miruz se dedicó
al robo y la mamá se encargaba de guardar y repartir entre los pobres de su
vecindario el producto del trabajo de este “renegado” convertido en un “Robin
Hood”. Con otros facinerosos formó una cuadrilla de asalto que dejó historia en
el camino de La Elvira entre Manizales y Mariquita; asaltaban joyerías, robaban
el correo, descuartizaban las reses de los ricos... Su final difiere poco del
relato anterior.
Un periodista lo
entrevistó en la cárcel de Ibagué en el año 1975, cuando ya Miruz tenía 80
años; llevaba allí siete años y treinta de estar preso en varias cárceles del
país; hasta por la Gorgona había pasado. Anciano, medio ciego, medio sordo,
artrítico, sin a dónde ir, elevó una solicitud al director de la cárcel para
que no le dieran salida, y lo dejaran pasar allí los últimos días de su
existencia.
En sus
entrevistas contaba de sus hazañas como salteador, de sus obligados pactos con
el mismísimo Diablo. Cuando lo apresaban, era porque fallaba en algún
compromiso y así lo castigaba el de los cachos y la cola. También hablaba de
cómo la gente agregaba comentarios fantásticos para acrecentar su fama de
rufián. Lo importante es que, para muchos, terminaba por ser un ladrón mejor
que el crucificado Dimas, el condenado a la derecha de Jesús.
Miruz llegó a ser
nombre común en Antioquia, Caldas, Tolima y Valle. En Onomatología popular,
significaba hombre perverso, mentiroso y diabólico. A cualquier facineroso en las
décadas del 60 o del 70 lo apodaban Miruz. En el lenguaje del pueblo se
volvieron populares las expresiones “más
malo que Miruz”, “más mentiroso que
Miruz”, para evitar el vituperable “más
malo que El Putas”.
En la cultura de
nuestros pueblos, por fenómenos explicables, se dan sorprendentes paralelismos
en los mitos del patrimonio folclórico; así, en nuestra vecina Filadelfia está
domesticada la leyenda de “El Brujo Banano”4.
Cuando conocí
esta leyenda, fue mi sorpresa porque se abrió el cuarto de rebujos de mi
memoria y, al activarse la carpeta de mis charlas infantiles, este cuento ya
estaba archivado desde 1951, cuando cursaba mi tercer año de primaria, y así
estaba la grabación:
“Había un
hombre tan malo que le había entregado el alma al Demonio. Cuando cometía algún
delito, huía por los platanales y, si la policía estaba a punto de darle
alcance, se convertía en un racimo de bananos. Los agentes, al encontrar tan
llamativo deleite, hacían un breve receso a la vera del camino y comenzaban a pelar
y mordisquear los más pecosos y amarillos, pero, en el acto, escuchaban
asustadoras quejas lastimeras salidas del mismísimo fruto. Invadidos por el
pánico, renunciaban al banquete y proseguían el camino en la inútil
persecución. Al regreso, cuando pasaban por el lugar de la escena de terror, en
vez de cáscaras, sólo encontraban retazos de camisa jironados; por esos mismos
días, los vecinos de la vereda se encontraban a “El Putas” llamado Miruz, con
heridas recientes en varias partes del cuerpo”.
Este relato hacía
parte de nuestras charlas pecaminosas cuando, a escondidas de los profesores,
nos reuníamos a quebrantar las normas de la sana urbanidad y de los
mandamientos para la salvación del alma.
Por este tiempo,
en Aguadas había dos personas con el mismo apodo: “Miruz”. Nadie parece saber
porqué se ganaron ese alias. Uno de ellos, era cotero ; el otro, ya anciano,
era uno de los personajes típicos del pueblo; en mi ingenuidad pueril, lo
consideraba un esperpento asustador; me causaba miedo; era apocado y
estéticamente desafortunado en toda su composición molecular, es decir, era feo
como “El Putas”. Yo lo asociaba con el personaje malo capaz de convertirse en
un racimo de plátanos.
En fin que por
participar en esas conversaciones mencionadas, perdíamos la gracia santificante
y, en consecuencia, éramos reos de condenación perdurable; era un pretérito
casi perfecto porque reinaba la fe viva y creíamos en la existencia del
infierno y sus demonios. Eran épocas de “primeros viernes” para buscar la salvación
del alma; los estudiantes, íbamos en comunidad a la iglesia un día antes, para
cumplir con el sacramento de la penitencia; nos confesábamos por haber
participado en charlas con amigos “malas compañías” y proferir palabras feas.
No sobra contar
que la buena educación de la época incluía el buen manejo del lenguaje y, en
consecuencia, el vocabulario descompuesto era pecado punible no sólo para los
niños; también para los mayores se consideraba gravísima falta la utilización
de vocablos vituperables, sobre todo en presencia de las damas y de los niños.
Sin embargo, para
algunas personas de conciencia laxa, de acuerdo con las circunstancias, la
norma no debía ser tan rigurosa. Me cuenta el académico historiador, doctor
Albeiro Valencia Llano, que su maestro de primer año de escuela, don Carlos
Emilio Valencia Cardona, en Castilla (Pácora) les narraba muchos de los cuentos
del folclor y, entre los seres mitológicos mencionados, les incluyó a “El
Putas”.
Don Emilio
también trabajó en Santiago de Arma como maestro de primer año de enseñanza
elemental. El poeta Hernando García Mejía y yo fuimos sus alumnos. Hernando,
fuera de su poesía tierna muy especial para los niños, se ha destacado como
cuentista y, muy especialmente en el departamento de Antioquia se ha difundido
su obra literaria cargada de mitos y leyendas, vocación sembrada por nuestro
maestro común. Nuestro inolvidable maestro, un poco liberal en su
comportamiento, no cargaba agua en la boca cuando debía utilizar determinado
lenguaje, hasta que se hizo acreedor a un castigo.
Así sucedió:
cuando trabajaba en San Félix (Caldas), también como maestro de primer año de
enseñanza elemental, de improviso le cayó la temida visita de un supervisor,
justamente cuando iba terminando su clase de educación religiosa; a sus
pupilos, don Emilio les había expuesto grosso modo la obra de John Milton; en
términos muy sencillos, trató la rebelión de Luzbel y la consecuente pérdida
del Paraíso Celestial. El supervisor quiso saber si los niños habían captado el
tema de la clase; en el interrogatorio de rigor, les preguntó por otros nombres
del temible Luzbel. Uno a uno iban como corriendo lista: Lucifer, Demonio,
Diablo, Satanás, Belcebú, Mandingas, El Patas...
Un estudiante de
la última fila, el más dormido y de famélico rostro, levantó la mano y agregó
otro a la lista.
– El Putas, señor
inspector.
– ¿Quién te
enseñó eso? –preguntó el supervisor.
– ¡Don Emilio nos
enseñó!
Hasta aquí duró
la visita y, por supuesto, la clase. Como si hubiera temblado la tierra con
muchos grados en la escala Richter. Los niños fueron despachados para sus casas
y el supervisor le sugirió al maestro empacar sus corotos mientras le llegaba
el decreto de destitución.
Finalmente se
minimizó el castigo, pues, entre los familiares de la esposa de don Emilio,
doña Sofía Escobar Isaza, del municipio de Salamina, había prelados del
apellido Isaza; como suposición nuestra, ellos absolvieron a nuestro maestro y,
con invocaciones al cielo y a donde hubiera sido menester lograron parvificar
la falta y conmutar el fuerte castigo por una suspensión temporal del cargo
como docente, además de la prohibición definitiva de mencionar a “El Putas”.
Ya hemos
entendido el porqué debíamos escondernos cuando fuéramos a hablar de “El Putas
de Aguadas”; podíamos decir Diablo, Demonio o Lucifer, pero “El Putas” ya era
una palabra de grueso calibre; sólo gentes maliciosas contaban con licencia
para manejar vocablos de esa naturaleza. Pero sí es cierto; nosotros, niños, ya
hablábamos de “El Putas de Aguadas”.
Ignoro si mis
amigos compañeros de banca escolar en los años cincuenta recuerden estas
charlas; yo nunca las he olvidado y se han refrescado en mi memoria cuando he
releído nuestros mitos; entre ellos, uno del cual se me escapa la referencia;
dice así: en alguna ocasión, a “El Putas”, fugitivo, la policía casi le daba
alcance a la orilla del río Arma. Había una enorme roca que, para moverla, se
hubiera necesitado el concurso de todos los “Titanes” mencionados en la
mitología universal; sin embargo, al llegar El Putas, con su machete utilizado
como palanca, movió la roca y la dejó como puente sobre el río Arma, en los
límites de Aguadas y Sonsón.
Aunque otra
explicación hayan dado los geólogos relacionada con esta belleza natural
–Puente Piedra–, a muchos aguadeños nos convence más la acción de El Putas,
nuestro gran titán.
En uno de mis
diálogos con el doctor Juan Ramón Grisales Echeverry, quizás a principios de la
década del 90, me confesó que, en su niñez, él jamás había oído mencionar a “El
Putas de Aguadas”. Por eso, cuando en otra ciudad distante de nuestro pueblo
escuchó la expresión, lo impactó de tal manera que decidió hacerla suya ante la
Ley.
Después de
algunos años, El Putas de Grisales se fue contra otro Putas. El conocidísimo
David Sánchez Juliao visitó a Aguadas durante varios días con el fin de
estudiar el terreno para el montaje de una telenovela que hervía en mente con
el título de “El Putas de Aguadas”. Ya contaba con la promesa del alcalde
aguadeño y del gobernador del Departamento de hacer las reparaciones necesarias
en la vía para el transporte de los equipos de la televisión, con la condición
de que ocuparían mano aguadeña; era una gran oportunidad para lucirse algunos
“tinieblos” como actores, otros como extras, y muchos más en las obras
necesarias para la preparación de los escenarios requeridos para los montajes.
Pero se atravesó
“El Putas” ya amparado por la Ley. Con seguridad, Sánchez Juliao estaría
distante del contenido de la obra de Grisales Echeverry; Caracol Televisión,
para evitar una posible demanda, optó por hacer las grabaciones en un municipio
de Cundinamarca y cambiar el título de la telenovela y reemplazarlo por “La
Traga Maluca”. Los televidentes vimos un argumento alejado de “El Putas de
Aguadas” y para los tinieblos aguadeños se esfumó una gran oportunidad no sólo
para mostrar paisaje, sino también para exhibir una raza de temple y el género
femenino que obligó al poeta a cantar “mujeres
que son tan bellas y que nos roban el corazón”.
Conozcamos aquí
al protagonista de la obra de Grisales Echeverry. Es el tercero de los
distintos personajes para luego entrar con el verdadero “Putas”. En este relato
se llama Quico Quintana:
En
Aguadas, fue "encerrador”. Entre los equinos que arreaba, había un bello
ejemplar y Quico, sin permiso del dueño del alazán, participó en una
competencia; ganó la carrera, pero perdió el trabajo. De todos modos lo
calificaron como el mejor jinete; era “el putas”. Se desempeñó en varios
trabajos y, entre ellos, fue exitoso vendedor de sombreros; a Medellín viajaba
con buena carga del “famoso blanco aguadeño”. En otra oportunidad aceptó el
reto para servir como “torero” en un festival del pueblo; fue vapuleado una y
otra vez por el bruto embravecido; no obstante, Quico sacó el valor calificado
por las gentes como ayuda del mismísimo Demonio; tomó las banderillas, fijó la
mirada en el morrillo del astado e hizo bramar al cuadrúpedo que, sangrante
y sus ojos chispeantes de furia salvaje,
escarbaba y con sus patas lanzaba arena, la que con tal fuerza llegaba hasta
lesionar los ojos de los espectadores que estaban en las graderías de la
improvisada plaza para el espectáculo. “Es un verdadero Putas”, fue el grito
colectivo para aplaudir a Quico.
Y hasta aquí el
relato de Grisales Echeverry.
* * *
¿Cómo es el
verdadero Putas?
Cierto es que en
el pretérito anterior el apelativo “El Putas de Aguadas” se asignaba a
cualquier guapo que, con diez mulas, cada una con diez arrobas de carga encima,
fuera capaz de atravesar el río Arma con altísimo coeficiente de escorrentía
por el invierno desatado. O al arriero que llevara en su carriel unos dados
cargados y una peligrosa barbera.
Pero, sin lugar a
dudas, “El Putas” con estrato alto en el lenguaje cervantino, es el del
argumento del escudero de El Caballero de los Espejos. Para ello, debemos
despojar de maldad a los “Miruces”, y convertirlos en personajes buenos que,
como Robin Hood, estén siempre en disposición de ayudar a los necesitados. Es
como Changó cuya voluntad se inclinó para favorecer el músculo de los negros
convertido en palanca de los blancos para mover al mundo; el de Zapata
Olivella, Changó, el mismo que ha encendido la rebeldía en el pueblo-pueblo; y
si el pueblo ha sobrevivido, es prueba irrefutable de la protección de Changó
para cumplir con el destino de liberar a los hombres.
Me inclino por El
Putas de Aguadas, el que del Cielo de Dios nos trajo el pionono. En
consecuencia, ya estamos hablando de un ser bueno.
Aníbal Valencia
Ospina en su interesante monografía de Aguadas afirma no saber del nombre ni
del inventor de tan delicioso manjar, además de agregar que “su fórmula es más
que un misterio o un ‘secreto de estado’ en poder de unas pocas familias
aguadeñas”. Sin embargo, en la última tertulia de escritores aguadeños a la que
pudo asistir antes que la guadaña de la Parca cortara el hilo de su existencia,
de él escuchamos una versión acerca del origen del pionono como el pastel más
exquisito del folclor colombiano:
“Puede
afirmarse que la fórmula para la elaboración del pionono es divina, puesto que
fue del cielo hurtada por ‘El Putas’, quien merodeaba por los senderos
celestiales luchando por penetrar al Reino Divino; no logró la entrada, pero sí
alcanzó a ver la preparación”.
Como la tertulia
no quedó grabada, he tratado de adivinar lo que estaba en mente del maestro
Aníbal; aclaro, pues, que mi relato tiene su raíz en esa tertulia:
En el ocaso del
siglo XIX, un pastelero español solía preparar bizcochos especiales; como
cubierta superior, decoraba con una coronilla tratando de representar la
silueta de la cabeza de Pio IX, cuyo pontificado se ejerció entre 1846 y 1878.
Muy recordado fue este pontífice, muy especialmente por haber instaurado el
dogma de la Inmaculada Concepción, la santa Patrona de la feligresía aguadeña,
tierra de nuestro verdadero Putas. Hasta este punto nos queda claro el origen
del nombre del pionono y un poco del origen del pastel; sin embargo, falta el
ingrediente celestial.
Como El Putas de
nosotros era bueno, ya cansado de tantas desdichas en este Valle de Lágrimas,
buscó la furtiva entrada al cielo; sus esfuerzos fueron inútiles y pudo darse
cuenta de que el libre acceso era sólo para los que se habían despojado de su
inmunda materia y habían bañado su alma con la gracia de Dios. Lo único que vio
del cielo, y eso por una de las estrechas rendijas para airear la cocina
celestial, fue una reunión de los cocineros a la que asistieron, además, San
Antonio de Arma, el padre José Domingo Mejía Mejía, el padre Onofre Duque Serna
y el padre Juan Antonio Ángel M. quien estaba acabadito de llegar; por eso
deduzco que “El Putas” husmeaba por esos lares en el año 53 del siglo pasado,
precisamente cuando en nuestro “mecato” ya incluíamos las porciones de pionono
en las pastelerías de la Calle Real.
Asombrémonos de
lo que sucedió en el Cielo: entró a la reunión el Señor Jesús, y así les habló:
– “Esta citación
fue para recordarles la fiesta de mañana, 8 de diciembre, cumpleaños de mi
santa mamá; ¿qué tienen de especial para mi Madre Inmaculada?
– Señor, ¡déjelo
de mi cuenta! Le aseguro que no le fallaré –dijo el chef jefe de la celeste
culinaria.
– Quedo
tranquilo, entonces, –respondió el Manso Rabí de Galilea, y se alejó con el
Santo de Arma y con los curas notables del pasado aguadeño.
Y empezó el
batido; mientras, “El Putas” sacó del bolsillo de su camisa mugrosa un “cabito”
de lápiz y un pedazo de papel arrugado y sucio untado de azúcar, en donde había
envuelto unos “hicacos” que había adquirido en la casa de la familia Guzmán.
Quisiera aquí reproducir al pie de la letra lo que anotó El Putas; pero para
nuestro relato no es muy importante y, sobre todo porque la letra era fea y
para la ortografía El Putas nunca fue “el putas”. Anotó paso por paso de la
preparación; desde que empezaron a batir las claras de huevo hasta que fuera
del horno y un poco de refrigeración estuvo a punto de dar tajada fina, sin
dejar salida a los ingredientes preferidos por quien sería la homenajeada:
manjar blanco, porcioncitas de brevas muy bien caladas, de bocadillo del bueno,
queso cuajada y pasas muy especiales, bocado de “Reina del Cielo”. Ese apunte
logrado a través de una rendija de la cocina celestial fue lo traído por El
Putas y que, en un descuido, lo perdió seguramente en la Calle de Chagualo, en
donde lo encontró una de las familias que principiaron a desarrollar esa
interesante fórmula.
Gracias, pues, a
Aníbal Valencia Ospina, por haberme dado motivo para ensayar sobre el origen
del “Pionono Aguadeño”. Pero no puedo cerrar este capítulo sin invitar a
quienes conocieron al maestro Aníbal Valencia Ospina; hablando en el lenguaje
del escudero del Caballero de los Espejos, ¿no es cierto que Aníbal era un
verdadero “putas” para hacer cultura”? ¿Y que también era predestinado para la
historia?
Quiero, entonces,
referirme a personas conocidas que no podemos dejarlas ahogar en el Leteo, y
que si algún día la Sociedad de Mejoras Públicas crea la “Orden de El Putas de
Aguadas” merecen entrar en dicha orden porque han descollado en nuestro
municipio, no como jinetes ni como toreros, sino por su obra para la historia
de la Tierra de la Iraca.
Es que en la vida
de cada pueblo surgen personajes seculares que huellan la historia. Pero cuando
disminuyen los ojos que recorren los renglones de las narraciones de los hechos
pasados, las aguas del Leteo terminan por arrastrarlos y dejarlos solitarios,
desconocidos y definitivamente olvidados
* * *
Ahora recordemos
otro personaje, quizás el primero del amanecer del siglo XX a quien calificaría
como “El Putas”, porque su vida pública fue llena de aciertos y logros para
nuestro municipio de Aguadas. Sé que nuestra historia ha sido justa con el
General Estanislao Henao. Pero quiero hacer mención de él, pues, regularmente
mis paisanos y yo permanecemos impasibles ante nuestro paisaje local; durante
cien años hemos pasado inadvertidas la faraónica obra del muro de Cambumbia y
las calles de Chagualo y Corozo, trabajos supervisados y fiscalizados
directamente por el mismísimo general, sin carteles de contratación, ni
interventorías, ni mediadores, ni congresistas...
El general, con
su conjunto de partidarios armados, a su paso por los caminos ganaba todas las
batallas; en su vida pública, sólo perdió dos veces: una fue en sus funciones
como alcalde; por una disposición seguramente en uso de sus atribuciones
legales, había prohibido la presencia de perros en las calles de la población.
Un campesino, acompañado de su mascota, caminaba tranquilo cuando un agente de
la policía detuvo al animal y lo llevó al sitio de reclusión; el ciudadano
reclamó en todos los términos; argumentaba desconocer esa disposición que le
parecía injusta; como ante el agente no valieron ruegos, el hombre rústico se
dirigió inmediatamente al despacho del alcalde. En forma verbal presentó su
reclamo acompañado de una conmovedora súplica:
– Quiero que me
devuelvan mi perrita.
– Eso no se va a
poder –respondió el alcalde; la disposición es clara: “no más perros en las
calles del pueblo”
– Bien, señor
alcalde; pero mi animal no es perro, sino perra, y la disposición no habla de
perras.
Este campesino se
adelantó un siglo a la aplicación de una enrevesada norma inexistente en ese
pretérito y hoy reclamada con vehemencia por feministas confundidos por los
conceptos de sexo y género gramatical. Como el señor alcalde de gramática sabía
tanto como el campesino, se quedó sin argumentos y ordenó al agente dar
libertad a la prisionera.
La otra ocasión
fue en su vida militar; estaban frente a la inminente derrota en la batalla
final y, para evitar más pérdidas de vida que ya a nada conducían, levantó
bandera blanca. Fue hecho prisionero, pero no alcanzó a ser juzgado, pues uno o
dos días después se firmó la paz en el Wisconsin, barco de guerra de la Marina
de Estados Unidos, fondeado en la Bahía de Panamá, el 21 de noviembre de 1902.
Para el General
Estanislao Henao, la orden de El Putas de Aguadas.
* * *
Si Quico Quintana
era El Putas y fue negociante de sombreros, aquí traigo otro personaje que
acometió acto similar: Don Genaro Hurtado.
Cuenta la
historia de nuestra patria chica, que un ecuatoriano o un nariñense se radicó
en Aguadas, atraído por los cultivos de iraca; enseñó a los “Tinieblos” a
preparar la paja y tejer los sombreros.
Más adelante, un español, José Cerra, envió nuestro producto a España y
poco a poco se fue abriendo el mercado para este producto el cual fue acogido
muy especialmente en Panamá, en Cuba y en Estados Unidos. El negocio pintaba
bien a principios del siglo XX, pero la primera guerra mundial fue gran
escollo. Pasado el conflicto, se restablecieron las relaciones comerciales.
Por este tiempo
surgió un personaje excepcional; calificado así, pues, los aguadeños somos ligados
con fortaleza a la vida familiar y a la tierra. Genaro Hurtado fue la
excepción; en desapego a la tierra y para aventuras le ganó al mismísimo Putas.
Como adolescente inquieto, manifestaba su inclinación por el negocio; vendiendo
e intercambiando alhajas, fue haciendo su capital hasta que hubo el principal
necesario para viajar al exterior con cargamentos enormes de sombreros. Iba y
volvía por más mercancía, pero en cada viaje era más demorado su regreso. Don
Genaro tenía una novia: doña Josefina Gallego, pero en la familia de ella, él
no era bienquisto por su espíritu aventurero. No obstante, se efectuó la boda.
En el hogar de
ella estaban en lo cierto; el apego a la familia, en don Genaro no aplicaba.
Embarazaba a su esposa, y con el pretexto de su negocio desaparecía durante
otra temporada; regresaba por más mercancía, otro embarazo, y otro viaje de
retorno demorado.
En uno de sus
viajes, el barco en que se transportaba naufragó. Parecía cumplirse ese verso
que tanto cantamos: “sin salvación, sin
amparo, con la esperanza perdida...”. Sin embargo, don Genaro prometió al
Cielo y a sus santos el regreso a su tierra, entrar en procesión con un gran
crucifijo y dedicarse con responsabilidad a su familia, si Dios le daba la
oportunidad de librarse de tanta agua salada.
Después del
rescate afortunado, compró un crucifijo de fina factura quiteña; un Jesús de un
metro sin contar la dimensión de la cruz.
Llegó a Aguadas e
inició la marcha procesional en la entrada por el sector de Buenos Aires.
Empezó el desplazamiento por la calle tercera y principió a amontonarse la
multitud devota que de rodillas al paso del Crucificado pedían milagros. De una
casa situada en la primera cuadra de procesión, salió de rodillas una señora a
pedirle al Señor de la Cruz, que la liberara de una molesta excrecencia al lado
de su nariz, mal similar al del gran orador latino Marco Tulio Cicerón; los
médicos la habían desahuciado, y en sus oraciones, mucho se había encomendado
al alma del padre Sinforiano Pérez, su tocayo, primer párroco de Aguadas y
muerto en 1823, más de cien años atrás. Y me contaba una matrona aguadeña hace
ya muchos años: doña Sinforiana, una mañana estaba recogiendo los huevos de los
nidos de su corral; de pronto una gallina se le arrimó y de un rápido picotazo
le extirpó su tumorcillo canceroso; rápidas curaciones con algunos mejunjes
seguramente recetados por Anita la mediquilla, fue suficiente para la sanación
definitiva de tan antiestético grano. Nunca supieron a quién atribuir el
milagro. ¿Al padre Sinforiano? ¿Al Cristo de don Genaro?
Sigamos con el
desfile religioso. Íbamos por la calle tercera y, al llegar a la carrera sexta,
voltearon hacia la izquierda y siguieron el ascenso hasta el parque de Bolívar;
allí le dieron la vuelta a la plaza y luego llevaron la imagen a la casa de don
Genaro y doña Josefina, en donde siempre hubo sitio para el oratorio,
trasladado años después a Manizales.
Don Genaro pronto
olvidó su promesa; otro cargamento de sombreros, y otra linda carga en el
cuerpo de doña Josefina. Marido perdido, esta vez por un periodo de muchos
años.
Dios perdona
siempre; pero la naturaleza, nunca. Don Genaro se movía entre Estados Unidos,
República Dominicana y Cuba. Mantenía negocios prósperos, hoteles y casinos.
Pero un día, un tifón arrasó con todo y don Genaro quedó en la ruina; alcanzó a
llegar a Barranquilla, y de allí, las autoridades indagaron hasta que lograron
“descubrir” dónde estaba situado el municipio de Aguadas. Llamaron y sus hijos Gabriel, Blas y Antonio,
–así como Telémaco– fueron en busca del “Odiseo Aguadeño”.
Por petición de
la hija menor a quien don Genaro había dejado apenas en semillita, prefirieron
hacer “el tope” en Santiago de Arma y fue precisamente un 13 de junio, cuando
el pueblo estaba lleno de los devotos que le celebraban la fiesta a San
Antonio.
Y el Santo
intercedió por el definitivo asentamiento de don Genaro. Montó su taller de
sombreros, e inició con los trabajos de prendedores, adornos y otras miniaturas
elaboradas con paja de iraca, técnica aprendida en el extranjero por nuestro
personaje. A muchas personas les enseñó el proceso final que debe seguirse con
el sombrero en rama: apretada, motilada, engomado, planchado, aplicación del
blanco de Zinc, forrada, ribeteada...
Su taller así se
anunciaba en el periódico:
“Gran
Sombrerería Moderna en La Vana (La Habana) ofrece sombreros italianos de
fieltro, para jóvenes. Antes a $12,00; hoy a $3,00. Sombreros de paja
aguadeños; arreglo de toda clase de sombreros en partidas y por mayor. Se
venden artículos de sombrerería: tafiletes, colla extranjera.
Ventas
para el interior y para el exterior. Se atiende cualquier clase de pedido.
Gerente,
Genaro Hurtado”5
La orden de “El
Putas de Aguadas” para don Genaro.
El apunte
anterior pertenece al archivo que dejó como herencia el nieto de don Genaro:
Óscar Diego Flórez Hurtado. Allá en la otra vida debe de estar reunido con su
señor padre Libardo Flórez Montoya, y como ambos fueron miembros de la Academia
Caldense de Historia, seguramente deben de estar al tanto de lo que en esta
institución acontece. Hoy los imagino compartiendo con don Francisco Valencia
“Pachofra”, pulquérrimo empleado oficial en muchos pueblos del Gran Caldas y en
otros de más allá.
* * *
¿Y quién fue
Francisco Franco? Fue alcalde de Aguadas durante varios periodos. Siempre hizo
bien las cosas, como lo dice el del Caballero de los Espejos. Su corazón estaba
bien ligado con Cristo, María y todos los santos.
En su masa
encefálica seguramente había un lóbulo destinado para el cultivo de la
historia, porque don Pacho era dueño del pasado de los Cocuyes, los Guacos, los
Mermitas, los pitos, los Palenques, los Maitamaes, los Tarcaraes...; y tenía su
archivo para José Narciso Estrada, José Antonio Villegas, José Rafael Trujillo,
José Antonio Pérez, José Salvador Isaza...; archivo para doña Manuela Ocampo...
Puntos suspensivos porque basta decir lo que en Aguadas era “vox populi”: Ese
señor es “El Putas para la historia”.
Fue el periodista
local más antiguo de Colombia; corresponsal de La Patria, El Colombiano, El
Espectador. En Aguadas fundó los siguientes periódicos; El Heraldo, Pregón
Cívico, El Progreso, El Derecho... Puntos suspensivos porque tienen razón los
de mi pueblo: “Ese señor es El Putas para el periodismo”.
De ninguna manera
olvidamos su liderazgo en la ejecución de obras para la fe religiosa: la
construcción de la Iglesia de Chiquinquirá, del Templo de la Sagrada Familia en
Viboral, del Cementerio San Jerónimo; hasta el cura decía: don Pacho es “El
Putas” para colaborar con las obras para el culto.
En Aguadas
permanece la refulgencia de su obra inmarcesible, porque los aguadeños nos
caracterizamos por guardar memoria de lo justo.
Orden “El Putas
de Aguadas” para Francisco Franco Valencia.
* * *
La lista de
personajes se haría interminable; pero hoy cierro este capítulo con uno muy
especial para este mosaico: el doctor Javier Ocampo López. Desde muy niño era
sumamente apreciado por la población aguadeña; recuerdo que en una casa de Chagualo,
en la carrera 9ª con calle 5ª vivían doña Soledad y doña Gabriela Restrepo, dos
linajudas damas de la sociedad. Por el año 1950, a ellas llegaba El Heraldo
Católico para la venta en Aguadas. Sólo a Javier Ocampo López le tenían
confianza para la distribución del periódico.
La estela que
Ocampo López ha dejado en Caldas, en Boyacá, en Colombia, en México... es
suficiente para declararlo fuera de concurso para la orden aquí mencionada.
Como apostilla,
traigo una frase que, a mi juicio, ha de hacerse célebre no sólo por haber
surgido como charla, sino también por haber sido pronunciada en una gran sala
de Moscú; como espectadores, allí estaban los doctores Albeiro Valencia Llano y
Javier Ocampo López; a la mesa, en el escenario, estaba Vladimir Putin. En el recinto mencionado, al doctor Albeiro
le surgió uno de sus acostumbrados repentismos: “Allá está el Putín de Rusia; aquí está ‘El Putas de Aguadas’”.
Orden de “El
Putas de Aguadas” para el doctor Javier Ocampo López.
* Conferencia leída en la Ceremonia de Posesión como Miembro de
Número de la Academia Caldense de Historia, el día 16 de agosto de 2011, en la
sede de la Secretaría de Cultura de Caldas
1
Canción “A Santa Bárbara: Que viva
Changó”
2 FLÓREZ
MONTOYA, Libardo. Crónicas de Aguadas. Manizales: Hoyos Editores, 2003. p.
22-28
3
En la crónica del citado Flórez
Montoya, escribe con “S” el nombre Mirús. En el relato siguiente, Carlos
Eduardo Marín escribe este nombre con “z”. Parece que en algunas páginas de
folclor les ha gustado más esta última grafía, la que conservaré en estas páginas.
5 GACETA DEL NORTE, año 1º Nº 2. Agosto 5 de
1945