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CAMINO REAL DE OCCIDENTE

Por: Octavio Hernández Jiménez

Charco de los chapetones, o Paso de Beltrán, 
sobre el río Cauca, entre Marsella y Belalcázar.


RESUMEN

Camino real de Occidente, hace un recuento de lo que este camino representó para los procesos conquistador, colonizador y formador de la región del occidente del Gran Caldas, resaltando la forma en que se fueron dando las distintas fundaciones de los poblados que hoy están enclavadas en la Cuchilla de Belalcázar y Serranía de Todos los Santos.

Las poblaciones de San Clemente, Santa Ana de los Caballeros, San Joaquín, hoy Risaralda, Alto de Santa Ana, San José, San Gerardo, San Isidro, Belalcázar vieron circular por sus caminos a los nuevos pobladores de la región.

Asimismo, está el ramal occidental que, arrancando de Anserma Viejo, pasaba por Belén de Umbría, seguía a Apía, Santuario, Pueblovano, El Brillante, Balboa o La Celia para proseguir a Villa Nueva, El Águila, La Marina, Ansermanuevo, el actual Cartago y, dando la vuelta, Cartago viejo, hoy Pereira.

Fue un camino de gran importancia en el proceso de colonización y desarrollo del actual valle del Risaralda.

“Del corredor se ve el Cauca sonoro, por cuyas aguas navegan troncos viejos que portan florecientes orquídeas o nidos abandonados. A la izquierda, el Risaralda le hace al Cauca entrega universal de sus aguas”

(Bernardo Arias Trujillo. Risaralda)

I

Cuántas historias tendría para contar, si aún existiera, el Camino empedrado en grandes trayectos que unía a Belalcázar con San José, hecho picadillo por el buldócer con que construyeron, en la década de los cincuentas, del siglo XX, una carretera rápida como un corredor en las alturas: Villa Tulia (topónimo antiguo aunque no lo parezca), Las Canoas, San Isidro, El Pinto, el Alto de La habana, el Alto del Indio, La Quiebra de La Habana (hoy El Crucero que en ese entonces no era crucero), Guamo Viejo luego San Gerardo (el crucero a comienzos del siglo XX), El Rastrillo, El Jordán, parajes que quedaron en la cuchilla desguarnecida como mojones nostálgicos.

Y el camino de San José a Risaralda, abandonado ineluctablemente a su propio olvido, doce años después, en sectores como El Chuscal, Tulcanes, La Estrella, entrada para La Torre (hoy El Garaje), La Ciénaga, Los Medios, el Alto de Santana (un proyecto de pueblo que quedó como fonda, en el prolongado camino entre dos pueblos), Quiebra de Varillas, con sus casonas encorvadas por los años.

Camino azul de nevados despejados hasta las ocho de la mañana; de neblina perezosa que se levanta hasta las doce del día; de rechinante sol en la tarde; dorado con los arreboles del Tatamá hasta las siete; de estrellas desparramadas en un límpido e increíble radio de ciento sesenta grados a derecha e izquierda del viajero rezagado.

Río de fango que corría en invierno y de polvo en el verano, sobre la curiosa serranía de la Cordillera Occidental de Colombia dispuesta en contravía con respecto a la orientación sur-norte de la mole que la origina. Loma de Anserma como la llamaron los españoles, Camino de los Pueblos, Cuchilla de Belalcázar, Serranía de Todos los Santos (San Clemente, Santa Ana de los Caballeros, San Joaquín, hoy Risaralda, Alto de Santa Ana, San José, San Gerardo, San Isidro, La Soledad) que nace en el macizo de Los Mellizos, donde se inicia su constante y simétrico declive: Riosucio, 1.783 metros de altura; Anserma, 1.763 metros; Risaralda, 1.725 metros; San José, 1.690; Belalcázar, 1.632 metros sobre el nivel del mar.

De Belalcázar podía caerse a la legendaria Sopinga, palenque de los negros que huyeron de las plantaciones de caña de azúcar en el Valle del Cauca y de los socavones de Marmato, pasando por el Alto del Madroño o llegar verticalmente al paso de Beltrán, junto al Charco de los Chapetones, en el torrentoso río Cauca. Allí había un columpio con nombre de garrucha para atravesar las encañonadas aguas, ascender al Alto del Cauca y descender a Marsella, vieja Segovia, rumbo a San Jorge de Cartago, actual Pereira.

Ramal oriental del Camino Real de Occidente, olvidado en el erudito inventario de historiadores con espejos para contemplarse en el repetitivo juego de citas mutuas; Personalidades que, hasta ahora, solo se han ocupado en citar el ramal occidental que, arrancando de Anserma Viejo, pasaba por Belén de Umbría, antigua Arenales, seguía a Apía, Santuario, Pueblovano, El Brillante, Balboa o La Celia y, de continuar por este camino, proseguir a Villa Nueva, El Águila, La Marina, Ansermanuevo, el actual Cartago y, dando la vuelta, Cartago viejo, hoy Pereira.

Historiadores que, de solo copiar papeles aislados y no comprobar o comparar distancias, no lograron digerir a Juan López de Velasco, cronista del siglo XVI, cuando escribió: “De las diez y seis leguas que hay de camino a Cartago, las ocho leguas hasta el río Cauca, es todo arcabuco y montaña, y las siete de allí a Anserma, mal camino: todo una loma de cabaña”. Si la vía a que se refiere el cronista español fuera la manida de los historiadores criollos, habría desde Cartago, muchísimo menos de “ocho leguas hasta el río Cauca” y muchísimo más de ocho leguas entre el Cauca y Anserma, si se tomara el camino Apía-Belén.

En 1892, los vecinos de Apía solicitaron a la Asamblea del Cauca, la  erección de la aldea en municipio y en el memorial esgrimieron, como razones para separarse de Ansermaviejo que el “caserío está a más de siete leguas” y “lo difícil que se hace la administración por la enorme distancia que los separa, a más de lo caudaloso de los ríos Guarne y Risaralda que es menester atravesar” (Gerardo Naranjo López, Apía a través de la historia, 1985, p.20). Por el camino que me propongo rescatar no hay un solo río, ni una quebrada desde el Cauca hasta las goteras de Anserma. Más transitable que la otra variante, a cambio de mucha sed. Parece un paisaje del Quijote.

En la prehistoria, si los quimbayas visitaban el territorio de los irras, lo más obvio para quienes hemos trasegado por estas tierras era que, de la región quindiana y el Camellón de Cerritos avanzaran por la actual Marsella y de ahí, en sesgo, atravesaran el territorio del río Campoalegre, la represa de La Esmeralda y Santágueda hasta el dominio de los irras que se consolidaron en donde queda el Kilómetro 41. Alguien argüiría que, entre los dos pueblos no existieron buenas relaciones. Sin embargo, la guerra entre pueblos o personas es argumento para demostrar cordiales relaciones en un pasado. Nadie pelea con quien no conoce.

Pero, si los quimbayas viajaban en misión comercial, de tambo en tambo por la orilla del camino, lo más seguro debió ser que atravesaran el Cauca por la desembocadura del Otún, ascendieran la cuesta hasta donde está hoy ubicada Belalcázar o el caserío de La Habana, siguieran como hormigas cargadas por toda la cuchilla de la montaña hasta donde se dilataría, desde el Poniente, la provincia de Humbra que era el nombre, según Jorge Robledo, de uno de los sectores por donde se encontraban repartidos los ansermas. En la vertiente en donde se alza Risaralda, optaron por visitar a los “irras, angazcas e guacaicas e aconcharas”, antes de continuar, con paso rápido, hacia Moraga, hoy Marmato; de ahí a Cartama y Buriticá, en la actual Antioquia.

De acuerdo con la dotación de los sepulcros saqueados, se podría deducir que los indígenas que surtieron de vajillas rituales y domésticas a la población más acaudalada de la Loma de Anserma venían del sur y marchaban hacia Caramanta, activo “mercado de indios”, según López de Velasco.

Por este camino, según sus múltiples huellas, subieron acezantes, hacia el norte, con sus cargas de cerámica y oro trabajado, para regresar agobiados por el peso de la sal extraída en Mápura (Quinchía), El Salado (Riosucio) o de la fuente de Alejandría (Risaralda).

Cuántas indígenas de distintas etnias pasaron por aquí acezando bajo el peso del oro en bruto de Marmato y los caracoles costeños para mezclar con la coca, como los que encontramos en un sepulcro indígena de esplendorosa cerámica, hallado en el Alto del Tanque, en San José.

Camino que destruye la falsa imagen inculcada por el cine de unos indios bárbaros que solo abandonaban la selva enmarañada para atacar a los expedicionarios. Camino Real de Indios que, alargándolo más, hacia el sur, nos llevaría hasta el remoto Cusco, ombligo del mundo incaico. 

José de los Santos Hernández y María de los Ángeles Londoño, unos de los primeros colonos del Valle del Risaralda, en el año 1901, llegaron de Neira, recorriendo el camino ya viejo que comunicaba la capital del país, pasaba por el Tolima, el Nevado, Manizales y se internaba en el Chocó. Esa ruta se cruzaba con la ruta norte-sur en donde “fundaría”, en compañía de otros colonos, a San José.

Más al occidente, el mismo camino que iba desde la capital del país volvía a cruzarse con otro ramal norte-sur, del Camino Real de Occidente. En 1871, José María Marín y María Encarnación Marín, procedentes de Caramanta, habían anclado en ese cruce, dando origen a la Villa de las Cáscaras, llamado, luego, San Antonio de Apía y actualmente Apía.

Por esas calendas, había corrido el rumor, en el sur de Antioquia (luego Norte de Caldas), según el cual habían descubierto un auténtico río de oro por los lados del Cerro Tatamá.

Así se conformó el triángulo del camino, una especie de letra “A” mayúscula: Anserma quedaba en el vértice superior y un camino horizontal cruzaba los dos travesaños laterales en San José y Apía, patria chica de Tucarma.

El camino horizontal era utilizado por chocóes y chamíes cuando necesitaban comunicarse, más allá del Nevado Cumanday (ahora El Ruiz), con los gualíes o con los muiscas, en su comercio de oro, plata, caracoles y, de regreso, sal y tejidos.

Sería conveniente dilucidar cuál opción elegían los primitivos habitantes de la meseta cundi-boyacense, los viajeros de la época colonial y primeros años de la República, cuando buscaban comunicación directa con el Perú. ¿Tomarían el extenuante camino terrestre del sur, atravesando desfiladeros, páramos, ríos torrentosos de Colombia, Ecuador y Perú o, saldrían por el llamado, desde 1926, Camino Nacional que comunicaba la capital del país con el Océano Pacífico y allí se embarcarían rumbo al imperio de los incas?

Detrás de semejante romería de indios venían, avasallándolos, por la ruta Cartago primigenia-Anserma actual, los heraldos imperiales del César Carlos V, al mando de Belalcázar, Robledo, Vadillo y otros hombres de armas. Desde ese entonces, este se convirtió en un auténtico Camino Real.

En el siglo XX, cuando aún no habían incrementado los vuelos internacionales en avión, quienes desde el interior de Colombia podían escoger la salida al mar, para trasladarse a los países del sur del Continente.

Un caso novelesco lo constituyeron las peripecias que padecieron quienes, en la década de 1930, salieron de Medellín, con el cuerpo embalsamado de Carlos Gardel, a caballo y mulas, por los pueblos del suroeste antioqueño, avanzaron por Riosucio y Anserma, por este mismo camino hasta el Valle del Cauca para enrumbarse hacia Buenaventura y de allí enviar los restos del cantante a su morada eterna en el cementerio de Buenos Aires.


Al fondo, Anserma actual. En primer plano, la Loma de Anserma 
o Cuchilla de Belalcázar. A la derecha, en el fondo, 
el Alto de Santa Ana, posible primer emplazamiento de Anserma.


II

Se ha aceptado que Anserma fue fundada inicialmente a orillas de la Quebrada Guarne (algunos historiadores la han asimilado con la voz indígena Guarma), que sale de un repliegue de la montaña donde está encaramada Belén de Umbría, por la desembocadura plácida en el Risaralda, idea descabellada pues significaría que los españoles no precavieron que habían escogido para la fundación de Anserma los predios cenagosos y malsanos del Valle de Apía.

Si hubiera sido de ese modo, cuando fueran a viajar a la primitiva San Jorge de Cartago (actual Pereira), centro regional, tendrían que utilizar una de estas dos rutas: atravesar el Valle del Risaralda por el paraje Changuí, Fonda Asia, Acapulco, Sopinga, Cerritos hasta llegar a su destino o subir la llamada, desde entonces, Loma de Anserma, hasta Guamo Viejo, torcer hacia el sur, bajar por La Habana o Charco Verde (San Isidro), al río Cauca y enfilar hacia Cartago Viejo.

Los españoles quedaron insatisfechos con la primera fundación de Anserma. Ellos mismos lo dejaron escrito. Pedro Sarmiento, escribano de Robledo, lo dice: “Y el dicho Señor Capitán dejó allí fundada la dicha cibdad, según dicho es, y con aditamento que si otro mejor sitio hallase, que la pudiera mudar en parte más conveniente, lo cual pasó en día de Nuestra Señora de Agosto”. Año 1539.

De haber sido el lugar inicial en el Valle de Risaralda, el traslado se justificaría por razones de salubridad, pero el cronista no estaría al respecto en capacidad de consignarlo ese día. Allí reinó la fiebre amarilla y la malaria hasta bien entrado el siglo XX. Mi abuelo murió debido a esas condiciones pésimas de salubridad. Los españoles habrían intuido que de no trasladarse, la fundación de Santa Ana (o San Juan), se convertiría en otra Santa María la Antigua del Darién, devorada por las enfermedades y la selva.

Pero aquí aparece lo novedoso que, hasta ahora, se ha pasado por alto. La primitiva fundación de Anserma tenía una ubicación envidiable: “El pueblo señorea toda la comarca por estar en lo alto de las lomas y de ninguna parte puede venir gente que primero que llegue no sea vista” (Pedro Cieza de León). Esto quiere decir que, si fuera por Guarne, la visión de la amenazante y azulosa Cuchilla de Apía que se alza al occidente, le hubiera impedido expresarse así.

Lucas Fernández de Piedrahíta anula la creencia de algunos para quienes Anserma fue fundada en el pie del monte: “Partió Jorge Robledo con esta orden a la Provincia de Anserma, y en sitio de Tumbía, que viene a ser una colina angosta, que apenas da lugar para que se dilate una sola calle, fundó la villa”.

Y, Juan Bautista Muñoz completa el panorama que ha enloquecido, por no conocer la región, la orientación de historiadores de bibliotecas lejanas: “E partiendo que fue el dicho señor Capitán por el camino donde iban los dichos españoles, el cual dicho camino era muy poblado…”. No se olvide que la vertiente oriental del Camino Real de Occidente se llamó, después, el Camino de los Pueblos.

Un camino muy poblado en una colina angosta. ¿Dónde quedaría? Juan López de Velasco (1571) concreta más la ubicación: “Tiene su asiento entre dos ríos, en una ladera de una loma, a quien los indios llaman Umbra, así el sitio sea áspero y donde no se puede correr un caballo; el temple de la comarca es más frío que caliente y donde caen infinitos rayos”.

Para Don Roberto Restrepo González, en su Historia de Anserma - Caldas y otros Apuntes (Manizales, Imprenta Departamental, 1984), esos dos ríos son el Cauca y el Risaralda que sería imposible ponerlos en la anterior relación si Anserma hubiese sido fundada por los lados de Belén de Umbría.

Hilvanando los datos dispersos, un baquiano de esta región bien podría concluir que, el Alto de Santa Ana, entre San José y San Joaquín (hoy Risaralda) pudo ser el lugar en donde Robledo “echó mano a la espada e en señal de posesión dio ciertas cuchilladas en dicho madero sin contradicción alguna” y Anserma quedó inicialmente fundada.

Midamos desde allí las distancias que consigna Lucas Fernández y parece que todas coinciden: “Cércanla muchas facciones diversas, como Tabuyas (Cauya), a una legua; Guática, a tres; Quinchía, a seis; Sopías, altos y bajos y otras muchas que consumiendo el tiempo”.

Si, los historiadores colombianos que han omitido en sus desconcertadas correrías bibliográficas el ramal conocido a comienzos del siglo XX como Camino  de los Pueblos se acercaran a un mapa de Colombia de cuerpo entero, verían que, tomando a Popayán como centro de la conquista española en esta banda occidental del reino, esta se prolonga hacia el norte bordeando el río Cauca por su costado derecho (a excepción de Cali cuya fundación fuera de ruta se debe a otros móviles). Así se fue configurando un rosario continuo de caseríos y ciudades: Candelaria, Palmira, Guacarí, Buga, Tuluá, Bugalagrande, Zarzal, Obando, Cartago, todos al borde del camino que subía del sur.

Sería extraño creer, entonces, que al ingresar en el territorio del Viejo Caldas, los españoles sin ton ni son, mudaran de orilla por unos parajes donde el río se explaya en los más crudos inviernos. Si los calimas del sector de Restrepo y Darién, en su comercio con el norte, utilizaron el ramal occidental (por La Celia, Balboa y Santuario se han hallado rastros de cerámica calima), lo más expedito para quimbayas y españoles, como lo he mostrado, era atravesar el río en su garganta más estrecha, junto al Charco de los Chapetones y de ahí, remontar la Cuchilla hacia Santa Ana de los Caballeros.

La ciencia lingüística y, más específicamente, la toponimia, viene en auxilio de esta tesis. Es tan difícil arrebatarle el nombre a un sitio geográfico que, basándose en los más antiguos nombres de lugares, pueden deducirse las distintas invasiones que ha padecido España desde la prehistoria y, más recientemente, ni los gringos con su poderío, en inglés, han logrado arrebatarles los nombres hispánicos a más de ochocientos conglomerados del sur de los Estados Unidos: San Francisco, Los Ángeles, Las Vegas, San Antonio, Texas, Santa Fe, Florida, California,… Es difícil que un pueblo cambie u olvide el nombre de un sitio y más si ese nombre, como Santa Ana o el Charco de los Chapetones, vuela entre el alma y la boca de los usuarios próximos y lejanos de un Camino Real.

Fuera de las precarias condiciones territoriales para el desarrollo urbanístico de la naciente fundación (“una colina angosta que apenas da lugar para que se dilate una sola calle”), creo que tuvo que presentarse una razón más perentoria que obligase a los moradores de Santa Ana a mudarla hacia una “parte más conveniente”.

El camino que avanza por la Cuchilla de Todos los Santos (Belalcázar), es un camino de muchísima sed; es una vía de aguas fugitivas que nacen más abajo, a lado y lado, como las extremidades móviles de un cien-patas o cien-pies; de vientos huracanados que arrastran por los aires a Kixarama, palabra con la que los indios Anserma evocaban al Demonio.

Santa Ana, con no ser actualmente más que una fonda aislada de la carretera que comunica a San José con Risaralda, en un cerro enmalezado, siempre ha suscitado las más arraigadas intrigas y consejas. Para los habitantes de San José y San Joaquín (Risaralda) ha tenido el misterioso sonido de una campana perdida.

Fabio Vélez Correa, en Risaralda, la Aldea y su Historia (Manizales, Imprenta Departamental, 1987, p.73), comenta que a finales del siglo XIX, “llegaron a establecerse en esta región varias familias antioqueñas y del norte de Caldas… quienes deseando un lugar apropiado para levantar sus viviendas eligieron para tal fin el sitio elevado de Santa Ana… pero, vino el obstáculo, el agua era deficiente y por esta razón Santa Ana perdió vigencia como núcleo primigenio de la fundación”.

Vélez Correa concluye su relato sobre Santa Ana con la anécdota de una terca señora, María Ninfa Franco que, a pesar de ir quedando sola en ese paraje, siguió atendiendo su fonda. Un comerciante pasó un día por allí y le preguntó:

“- ¿Se mueve mucho este negocio, misiá Ninfa?

Después de una corta pausa, como si estuviera buscando las palabras adecuadas, María Ninfa exclamó:

- No, señor. Entre San Joaquín y San José se tiraron a Santa Ana”.

Según la picante anécdota de reminiscencias bíblicas, así se frustró el segundo intento de fundación de Santa Ana. Sus habitantes, por falta de agua para surtir un conglomerado creciente, no emigraron esta vez a Anserma si no a San Joaquín y San José. De malas la mamá de la Virgen.

Vecinos, paisanos, alumnos y profesores de cuanta categoría hay en el escalafón oficial, propios y ajenos, se han hecho a la idea, falsa por supuesto y la que han cultivado con celo y esmero, según la cual los emplazamientos indígenas que encontraron los españoles estaban ubicados en la plaza principal de los actuales pueblos que hoy perpetúan ciertos nombres de aparente raigambre precolombina. Así, se piensa que los umbras vivían en donde hoy queda la plaza principal de Belén de Umbría; los pijaos habitaban en el casco urbano del actual Pijao; los quimbayas ocupaban el mismo sector que conforma el bello pueblo quindiano; que Calarcá era el dueño de las vegas colindantes con Armenia, en la salida al Tolima y los ápias moraban en la mismísima calle de Jamarraya de aquel inolvidable municipio risaraldense.

Falta que leamos con detenimiento los cronicones para que muchas rutas y croquis imaginarios con que ilustran los textos de historia y desinforman a los lectores, cambien de rumbo y modifiquen nuestras ideas. En casos como estos, defender la leyenda seudocientífica se parece más a comprometerse con el error o la mentira.

La mayoría de caseríos del occidente caldense, los risaraldense y los quindianos, fueron fundados en la segunda mitad del siglo XIX, por colonos paisas quienes los bautizaron con otros nombres, sin estudiar o ceñirse a lo expuesto en los libros de crónicas. Belén era Arenales, Mistrató era Mocatán, Apía fue conocida inicialmente como Villa de las Cáscaras y, luego, San Antonio. Hacer circular por las actuales calles a Don Jorge Robledo, con flamante armadura y arrastrando un cacique encadenado, es una invención de escritorio o de carroza centenarista.




Talla en madera del escultor Fernando Alvarado. 
Biblioteca Municipal, San José de Caldas.


III

Juan Bautista Sardela, escribano del Mariscal Jorge Robledo, dejó escrito a manera de acta minuciosa:

“Quedaba por pacificar los señores e indios de un valle que se dice Apía, e aunque habían sido muchas veces llamados con muchos requerimientos para que viniesen de paz e a dar la evidencia a S.M., no lo habían querido hacer … E visto por el Capitán el daño que podría redundar en aquellas provincias de Anserma, si se iban dellas sin dejar pacífico aquel Valle de Apía que tan rebelde estaba, acordó de proseguir su jornada para él con cierta gente de a pie o de a caballo, entre los cuales iban algunos caballeros e personas honradas”.

Con la mención de “Valle de Apía”, queda claro que el “cacique de aquel pueblo, llamado Tucarma”, “muchacho de veinte años, muy bullicioso y que había sido parte para que la tierra se alzase las veces que se alzó”, no residía en la mitad de la loma con apariencia de taburete inclinado en donde unos antioqueños fundaron, en 1883, la ya nombrada Villa de las Cáscaras.

¿Cuál sería, entonces, el Valle de Apía? Esta inquietud, como todo lo que aquí consigno, me intriga cuando asciendo al Alto de la Cruz, en San José Caldas que, por su incomparable situación geográfica da para sentirse uno en medio del más formidable escenario de la creación.

Y, buscando respuestas me da por ubicar el enclave principal de la tribu de los apias en un paraje por donde habitan aún los embera chamí, en El Águila (Acapulco), jurisdicción de Belalcázar, a un lado de la carretera central, o en donde se fundaría a Viterbo ya que quedarían al borde del camino norte-sur.

Se podría pensar que Tucarma y su tribu habitaban al fondo del Valle, junto al Ingenio Azucarero Risaralda, por donde sale la Quebrada Totuí, a rendirle sus aguas mansas al arisco río Mapa, vía Santuario-Apía. Esta suposición tendría un problema para aceptarla. Si hubiera sido ahí, por razones de estrategia militar, no se justificaría que Robledo emprendiera la excursión en contra de Tucarma tomando como centro de operaciones a Anserma, en vez de Cartago que estaría más próximo.

El cronista concluye el párrafo siguiente diciendo que el Señor Capitán atrajo a la religión católica a aquel Cacique-guerrillero que hasta “había muerto algunos indios que venían a la cibdad a servir a los españoles que salían al camino a ello” y luego, “se partió para la cibdad de Cartago”.

Hay argumentos para deducir la ubicación correcta del “Valle que se dice Apía”. Se sabe que, hasta bien entrado el siglo XX, el Municipio de Apía llegaba hasta la orilla del río Risaralda, desde la desembocadura de la ya citada Quebrada Guarne, río abajo, a mano derecha.

Los apianos utilizaban el Camino Nacional para viajar a Manizales a llevar las muladas cargadas de café, rumbo al exterior, en Cable. Cuando viajaban al Cauca, a Cali o Pereira, por los años veinte y treinta del siglo XX, se apeaban de sus cabalgaduras en la Fonda Asia, allí las dejaban en la pesebrera o las devolvían para montarse luego, en los primeros carros que resoplaban por la cuenca cubierta de guaduales.

Un día, el cura de Apía, Nazario Restrepo, hombre ducho en versos y lenguas muertas, convocó a propietarios de este valle a una asamblea y allí, de común acuerdo, optaron por fundar a Viterbo, en abril de 1911, en el centro del lujurioso valle y sobre el Camino Nacional al Chocó. Estos actos pueden darnos luces sobre un pasado hasta ahora desarticulado.

Así como la primitiva Anserma debió ser fundada provisionalmente en el paraje Santa Ana, entre Risaralda y San José, el Valle de Apía debió ser el espacio que contuvo al núcleo principal de los ápias. De esta manera, tendrían la facilidad de ascender al camino Cartago-Anserma a indisponer o guerrear contra los intrusos, como dice Sardela que hicieron, guiados por el “bullicioso” Tucarma. Yo he bajado, por el camino San José-Gerardo-Asia, a pie, en poco más de dos horas; no sé cuanto demorarían subiendo a paso de indio.

Es conveniente insistir en las escaramuzas con que hostigaba el Cacique-guerrillero al invasor pues esto explica la campaña de pacificación que tuvo que emprender Robledo. De quedar ubicado el Valle de Apía por los lados del río Mapa, hubiera quedado esa tribu belicosa y con conciencia de patria tan aislada que no hubiera contado en los planes de aniquilamiento de la hueste española.

Situando al conglomerado de los ápias junto al actual Viterbo, se descartaría la fundación de Anserma por los lados de Belén. Guarne no sería Guarma, como lo supusieron Don Emilio Robledo y Don Roberto Restrepo González cuando dijo: “Esto sucedía en el Valle de Guarma, probablemente en los términos del municipio de Mocatán, llamado primero Arenales, después Belén de Umbría, en el Departamento de Caldas (hoy Risaralda), donde aún existe un paraje llamado Guarne (o Guarma)” (R. Restrepo G., op. Cit., p.72).

Varias inquietudes sobre tan corta cita textual: No ha sido posible, en las crónicas de los españoles de esa época encontrar al “Valle de Guarma” pues es común la alusión al “Valle de Apía”. Belén de Umbría sí se llamó Arenales pero no se trata del mismo Mocatán. Mocatán fue el primitivo nombre de Mistrató. No es responsable meter a “Guarne (o Guarma)” como algo ya comprobado, cuando apenas se avanza en el proceso de comprobación.

Si existen razonables dudas para asimilar Guarma con Guarne, el topónimo Guarne, para ese sitio, pudo deberse a antioqueños nostálgicos que impusieron a un paraje, en la nueva tierra, el nombre de sus querencias en la tierra que dejaron al norte. Igual pudo suceder con Santuario, Pueblo Rico y Armenia que cuentan con localidades de los mismos nombres, en la vieja Antioquia.

La suposición, vuelta dogma de fe, sobre la ubicación de Santa Ana, en el Valle de Apía, como lo expresé, no solo va en contra de lo afirmado por Lucas Fernández de Piedrahíta cuando habló de “una colina angosta” si no que va contra lo afirmado por Juan Bautista Sardela al escribir que, “hecho todo lo que había que hacer en este Pueblo de Chátapa, el Señor Capitán se partió para el Valle de Apía que estaba de allí jornada y media”. Porque también he hecho este trayecto a pie puedo afirmar que entre Guarne y Viterbo Caldas hay menos de una hora. Santa Ana, la infantil Anserma, no pudo quedar situada a tiro de una flecha del belicoso Tucarma.

Este problema de ubicación y orientación se gestó desde cuando los historiadores (en su mayoría bogotanos y antioqueños), se metieron a husmear en los archivos oscuros sin salir a campo traviesa a traducir los datos aislados. Podían y debían haberlo hecho porque trabajaban en escritorios colocados no muy lejos del terreno investigado. No solo olvidaron la rigurosa comprobación científica sino que mutilaron la historia al omitir en sus andanzas imaginarias el Camino Real de Occidente que daría racionalidad y coherencia a las descripciones y narraciones de los españoles quienes, paradójicamente, venidos de más lejos y con menos recursos, se aventuraron a trasegar los caminos para poder escribir sobre ellos.

Tucarma fue el primer indígena de talla épica en la historia caldense. Su nombre y sus hazañas no se han perpetuado en bronce o en piedra, ni en manuales escolares, ni en la leyenda o el mito. (En 2010, encomendé al escultor Fernando Alvarado, sendas tallas en madera de Ocuzca y Tucarma que doné a la Biblioteca Municipal de San José C.). Tucarma fue un cacique implacable pues “había muerto algunos indios que venían a la cibdad a servir los españoles”. Los juzgó traidores a su pueblo. Es modelo reverdecido de patriotismo ejemplar, por su vida, y su muerte fue narrada en un texto magistral, por un escribano de la contraparte:

El Capitán lo condenó a ahorcar y con las lenguas le hizo entender, como por las cosas y delitos que había cometido había de morir, que se tornase christiano y toviese buen corazón con Dios Nuestro Señor, dándole muchas razones para ello, haciéndolo entender que si no lo hacía, penaría su alma para siempre en las penas infernales. E el dicho cacique pidió fuese tornado christiano, y ansí se hizo como lo pidió; y estándole diciendo que toviese buen corazón con Dios Nuestro Señor e que se esforzase e que le llamase, dijo: que sí tenía, e que no se le daba ya nada morir, pues se había hecho christiano, y dijo otras muchas cosas, según la lengua decía, que puso muy gran lástima a todos su muerte y alegría de ver como se había tornado christiano. Este cacique llamado Tucarma, era mochacho de 20 años, era muy bullicioso y había sido parte para que la tierra se alzase las veces que se alzó y si no fenescieran sus días, viniera gran daño a la tierra, por las malas mañas que tenía” (Juan Francisco Sardela, pp. 128-129).

El párrafo transcrito es sobrecogedor desde el punto de vista humano y constituye una de las primeras páginas de crónica periodística en Colombia. Describe el momento crucial en que los indígenas del occidente del país y los extranjeros tratan de tender puentes comunicacionales por medio de gestos y palabras en lenguas incomprensibles para los dos contingentes. No abundaban los ladinos que transmitieran, con fluidez, mensajes verbales. (Ladino era aquel que fuera de la propia hablaba con facilidad otras lenguas). Se trataba de tartamudeos de acuerdo con ciertas expresiones tan gráficas como que Robledo “haciéndole entender”, “y estándole diciendo que se esforzase e que le llamase”, “y dijo otras muchas cosas, según la lengua decía”.

Los lectores pueden imaginarse al escribano, con la pluma de ganso en la mano, gorguera al cuello, espada y morrión a un lado de los folios, mientras toma apuntes sobre las contradictorias reacciones en el ánimo de los conquistadores y, ante todo, de nuestro mártir que es obligación rescatar de nuestra secular indiferencia. No era “christiano” y se hace cristianizar antes de morir ahorcado; era inflexible con los de su pueblo y a los enemigos “pidió fuese tornado christiano, y ansí se hizo como lo pidió”. Lograron destruirlo moralmente hasta hacerlo decir que “no le daba ya nada morir pues se había hecho christiano”.

Jaime Lopera, en un artículo de prensa, dijo que “la novela es el territorio del adjetivo y la crónica es el reino del sustantivo”. Hay excepciones, como el caso de García Márquez, en cuyas crónicas se encuentran amplias concesiones a la literatura pero, si releemos la cita anterior de Sardela, se comprueba que escasean los adjetivos y descripciones superfluas. Los adjetivos son escasos y escuetos: “buen corazón”, “nuestro Señor”, “muchas razones”, “penas infernales”, “otras muchas cosas”, “gran lástima”, “gran daño” y “malas mañas”. Un prolongado primer plano con cámara estática. La muerte de Tucarma aparece inscrita en bloque de piedra dura. El final de lo citado adquiere  la precisión  de la inscripción lapidaria.

Se trata de una escena teatral y sarcástica pues, estando en sus manos la posibilidad de prolongarle la vida, no lo hicieron y “puso muy gran lástima a todos su muerte y alegría de ver como se había tornado christiano”. Tucarma es el par de la Gaitana sin tanta sevicia. Es el mártir olvidado de nuestra protohistoria.

La gloriosa muerte de Tucarma produjo el efecto que esperaban los españoles: el Capitán General “estuvo pacificando algunos días los caciques que se habían ido al monte”. Ese “monte”, era nada menos el Chocó inhóspito. Fuera de los que engrosaron la servidumbre de los invasores, los más pasivos se ocultaron en los profundos repliegues de la Loma de Anserma, alejados del Camino del Indio, ahora convertido en el Camino Real de los conquistadores.



Talla en madera del maestro Fernando Alvarado. 
Biblioteca Municipal, San José de Caldas.


            IV

Rematando el siglo XIX, encontramos aún, en la base de este ramal, “náufragos restos” de una antigua raza. Han sobrevivido porque se han mimetizado. Porque no han alzado la voz ante los constantes despojos. O la han alzado a trueque de morir.

Al finalizar el siglo XX, por el Cañón del Cauca existía un enclave a la entrada de Guananí, fincas de C. Agudelo y A. Restrepo. Quien los arrinconó fue el colono R.E. Bedoya, llegado de Támesis. Fuera de esta comunidad existía otra compuesta de seis tambos, en la vereda El Pacífico, llamada así por lo profunda. Los integrantes de estas tribus jornaleaban en las fincas vecinas mientras las mujeres fabricaban callanas y alcancías de barro.

También concluyendo el siglo XX, por la vertiente del río Risaralda había dos asentamientos indígenas importantes: uno en la vereda La Tesalia (municipio de Risaralda); constaba de ocho tambos familiares pero que tendían a extinguirse pues, ángeles apocalípticos al servicio de terratenientes esgrimían argumentos de fuego para ampliar los dominios de tan honorables ciudadanos. En la última visita, me obsequiaron una pequeña paloma de barro, de talla escultórica que recibí como la más silenciosa ironía sobre su oscuro destino.

A comienzos del siglo XXI, el indígena Delio Aguirre Arcila aglutinó a los integrantes de la tribu que habitaba en el Cañón del Cauca con los de La Tesalia, en el territorio que se llamó Resguardo de La Morelia que, para el año 2010 constaba de 23 familias, con 107 integrantes en territorio de San José Caldas. La comunidad es de ascendencia embera-chamí. Limitan con La Albania, perteneciente al Municipio de Risaralda. Los habitantes de La Morelia tenían como gobernador, en 2010, a Delio Arcila Ramos. Además contaban con su respectiva Junta administradora. Eran autónomos para administrar los recursos que llegaban a la Secretaría de Hacienda de San José. Presentaban un plan de inversiones y se les entregaba el dinero. Salían al pueblo a vender sus artesanías de barro e iraca.

La más importante agrupación indígena asentada en el Valle del Risaralda es la que sobrevive en El Águila, vereda de Belalcázar, compuesta de 280 personas, repartidas en micro parcelas hasta de menos de una hectárea. En una casa habitan hasta 3 familias. Han tenido que luchar a brazo partido pues los hombres “civilizados” los califican de intrusos. Sus defensores como el Doctor Alberto Botero, del Hospital de Belalcázar, han tenido que echar a perderse. Tienen sembrados de plátano y frutales. Para demostrar que todavía existen los milagros, se puede contar que su gobernador, en 1988, llevaba 9 años en ese cargo. Hablan katío lo que demostraría que esta comunidad tiene lazos de sangre con la que habita en el Chamí. Necesitan colaboración más que humillantes limosnas. Esto es lo que se desprende del tono envolvente, casi misericordioso, de estas oraciones elementales que saben pronunciar pero no saben cómo se escriben: Padacoy: quiero comer un plátano; Wiradaibo: me quiero casar; trabanaibo: estoy trabajando; jarbio chicogoibo: tengo hambre; voy a almorzar.

Al terminar la primera década del siglo XXI, se calculaba que en el Departamento de Caldas había 63.000 indígenas que habitaban, sobre todo, regiones de Riosucio, Supía, Risaralda, San José, Belalcázar y Filadelfia aunque había reductos indígenas en otros municipios como Anserma, Viterbo y Marmato fuera de los miles que habitaban extensas áreas del Departamento de Risaralda.

Se ha creído erróneamente que Fray Bartolomé de las Casas fue el culpable de la esclavitud de los negros en América. Su Brevísima Relación de la Destrucción de las Indias data de 1542, presentada al Emperador Carlos V, en persona e impresa en Sevilla, en 1552. Se olvida, un olvido más en un continente de lotófagos, que los Reyes Católicos, en el año 1500, autorizaron la importación a América de “negros esclavos nacidos en territorios cristianos”.

Lo anterior aclara que, en 1539, con las huestes de Jorge Robledo, llegaron los negros al territorio caldense. El susodicho escribano, Don Pedro Sarmiento, hace constar que Lorenzo de Aldana “llevó muchos ganados e negros e indios para los pobladores e conquistadores”. Detrás de los pendones, por el mismo Camino Real de Occidente, marchaban las cuadrillas de esclavos, rechinantes y maldicientes, atados a una cadena rítmica, conducidos al Real de minas de Marmato, Quiebralomo y la Vega de Supía.

Muchos de esos negros desataron las cadenas ominosas al pie de la tarabita y huyeron al monte, a veces en compañía de indios. Este es el origen del Palenque Nigricia, localizado en las afueras del Camino Real, en la desembocadura del río Risaralda, en donde la Loma de Anserma, como un mamut echado, se extiende a beber el agua de dos ríos. Allí, como lo dice el autor de la novela Risaralda,

“Hasta el final del siglo pasado (siglo XIX), el blanco no había podido penetrar en este recodo rebelde en donde la negredumbre se estableció con anchurosa independencia. Los pocos que iban y las contadas autoridades que se arriesgaron a penetrar, cayeron a golpe de machete, o devolviéronlos a las ciudades, escarnecidos y vilipendiados, como los agentes de Olimpillo García, para recalcarle al blanco que nada querían de su ralea” (Bernardo Arias T., op.cit., Medellín, 1960, p.68).

Nigricia, Pueblo de Lata, Sopinga, La Virginia, base de la pirámide geológica y racial, donde “la capilla estaba abandonada pero las campanas sí las utilizaban cuando había que anunciar con estrépito una charanga donde Pacha Durán (Ibid.).

Mientras los cimarrones huían al monte, los españoles con otros negros y otros indios, enfrentaban la arremetida de los ejércitos pijaos sobre la ciudad de Cartago hasta obligar que, en 1691, fuera trasladada al sitio que ocupa actualmente. Este momento crítico lo estudia en forma admirable el investigador Albeiro Valencia Ll.:

“Al trasladarse Cartago, quedó aislada Anserma pues ya no es paso obligado del comercio hacia Supía y Quiebralomo, regiones mineras que desarrollan su propio mercado interno y se vinculan con Mariquita en el comercio de artículos especializados. Así quedó definida la suerte de Anserma la cual fue trasladada al Valle del Cauca en el lapso comprendido entre 1700 y 1715” (Albeiro Valencia Ll., “La apropiación de la riqueza en el Gran Caldas”, en Revista de la Universidad de Caldas, vol. 8, N°1-3, dic. 1987, p.112).

El trasteo de Cartago se debió no solo al acoso de los pijaos. Acoso de indios hubo en toda parte y, no siempre, eso no justificó el traslado de los pueblos asediados. Se presentó una circunstancia económica importante.  Había decaído la explotación de las minas de socavón, en Marmato.

El poeta y ensayista payanés Rafael Maya pintó así lo que ocurrió entre el siglo XVII y XVIII:

“Terminado el ciclo heroico y muertos los conquistadores de muerte miserable casi todos ellos, vuelve a cerrarse el bosque sobre los caminos improvisados por la espada y sobre las poblaciones cuya fundación obedeció a móviles de estrategia fugaz o de explotación transitoria. La precaria minería va declinando, la raza indígena se agota. Arruinase Santa Ana de los Caballeros, tan castizamente bautizada. Cartago, regalada por el Rey con escudo de armas, muda de sitio para esquivar el asedio de los salvajes. En cambio, la selva recobra su pujanza. La montaña y el cielo se abrazan nuevamente, para renovar su interrumpido diálogo de constelaciones y de cumbres (Rafael Maya, cit. Por G. Naranjo López, op.cit.).

Ya se demostró que, en la alborada de la conquista hispánica, la minería no era “precaria” ni los caminos “improvisados”. El Camino del Indio o Camino de Quito venía desde Cusco y llegaba hasta las playas del mar Caribe. Sin embargo, dejemos que el poeta entone su oscura elegía.

En 1825, visitó las minas de ese sector el viajero J.M. Boussingault y la descripción que dejó es digna de otro Jeremías bíblico. La miseria se había apoderado de poblaciones como San Juan de Marmato, Supía, Riosucio y Anserma. Popayán, la capital provincial, había intensificado otros productos de explotación, más cerca, en el Valle del Cauca. Popayán dejó de mirar al norte y volteó sus ojos al sur, a la señorial ciudad de Quito.

Se intensificó la agricultura y las estancias paneleras en el Valle del Cauca, mientras cogía fuerza la explotación del oro de aluvión en los ríos del Chocó. El ramal oriental del Camino Real, el que va por la Cuchilla de Belalcázar, perdió impulso al cambiar de ubicación a San Jorge de Cartago. Se intensificó el comercio por el ramal occidental por donde, siglos después, se fundarían El Águila, Villanueva, La Celia, El Brillante, Pueblovano, Santuario, Apía y Belén.


Por todo el lomo de la Cuchilla avanzaba el Camino Real de Occidente, entre San José y Belalcázar, al fondo. Del Camino, hacia la izquierda, nace el Cañón del Cauca. A la derecha, Valle de Risaralda. Al centro queda El Crucero, antes, un poco a la derecha, El Guamo, luego San Gerardo.


V

Los antioqueños colonizaron el Norte de Caldas (sur de Antioquia hasta 1905), antes que el Occidente que pertenecía al Cauca. Entre 1775 y 1810, los antioqueños se establecieron por los lados de Aguadas y Pácora. La segunda remesa avanzó por el mismo norte hacia el sur, entre 1810 y 1860. Fue en esta segunda oleada cuando ocurrió la fundación de Manizales (1848). En la tercera, alrededor de 1870, cayeron sobre el Quindío y norte del Valle del Cauca.

Por el Occidente, los antioqueños demoraron en rebasar las fronteras con el Estado Soberano del Cauca que llegaba del sur hasta Supía y Marmato. Los caucanos hicieron un baluarte de los renacientes Marmato y Riosucio. J. B. Boussingault, en 1827, había traído un centenar y medio de mineros oriundos de la localidad inglesa de Cornwalles para que trabajaran en las minas de oro de Marmato. Para financiar la guerra de independencia contra España, el gobierno colombiano había arrendado y vendido las minas de oro a los ingleses. Muchos de esos extranjeros se quedaron para siempre, sobre todo en Riosucio. Otros emigraron a Medellín. Algunos regresaron a su lugar de origen. No fueron pocos los europeos que se comprometieron con el progreso de la región (Álvaro Gärtner, Los Místeres de las Minas, 2005).

Los antioqueños del suroeste, núcleo que tuvo a cargo la colonización paisa, en el Bajo Occidente de Caldas, (Caramanta, Valparaíso, Támesis, Andes, Jardín, Fredonia y Jericó), tomaron el ramal de Belén, Apía, Santuario, en vez de la variante oriental del Camino Real, nuevamente puesta en uso por alguaciles, empleados, soldados, maestros y curas de origen caucano que cargaban leyes para hacerlas cumplir y armas para atacar y defenderse en las guerras civiles, entre Popayán y la lejana colonia del norte.

En el siglo XIX, adquirió desbordada importancia el camino norte-sur que galopaba por el flanco occidental de la Cordillera Central y que comunicaba a Medellín con Cali y Popayán, pasando por Aguadas, Pácora, Salamina, Manizales, Santa Rosa, Pereira y Armenia, o a Medellín con Marmato y esta mina con Bogotá, por medio de las travesías horizontales que los viajeros y arrieros fueron poniendo en uso como la de Salamina-Manzanares.

Las glorias del Camino Real de Occidente, por la Cordillera Occidental y la Cuchilla de Belalcázar quedaron archivadas en los siglos XVI y XVII pero, como en una nueva resurrección de la carne, despertaron, de la larga y melancólica siesta de siglos, “a golpes de tiple y hacha” y en medio de murmullos en parla antioqueña de los recién llegados. Apía, Belén y Santuario fueron fundadas un poco antes que Belalcázar, San Joaquín y San José.  

Por el Camino Real, cuentan los viejos colonos, subían los caucanos espantando antioqueños que en ese momento eran considerados como intrusos en ese territorio. Los antioqueños se escondían en un claro del monte. En un descuido, bajaban los antioqueños arriando caucanos hasta el Valle.

Se revivió así la sempiterna lucha por la tierra que, para los antioqueños, en esta ocasión, equivalía a la lucha por la vida. Nadie estaba dispuesto a aceptar lo del Levítico cuando dijo Yavé: “La tierra es mía y vosotros sois, en lo mío, peregrinos y extranjeros” (Lv.25, 23). Las guerras civiles escondieron, tras los pliegues de banderas partidistas, motivos de ambición territorial por parte de los trashumantes.

El Camino Real de Occidente se convirtió en avenida de ejércitos caucanos y antioqueños que, nostálgicos de batallas, en varias ocasiones las armaron en pleno camino. En la Vega de San Gerardo, actualmente potreros de la hacienda cafetera Agualinda (entre El Crucero y San José C.), se toparon dos facciones del ejército caucano y antioqueño, guiado este último por la estrafalaria figura de un paisa avispado disfrazado de Jesucristo para pescar incautos. Los primeros colonos del territorio próximo a lo que después sería San José cuentan que presenciaron la escaramuza encaramados en los árboles. En 1955, encontraron una espada mohosa enterrada en el tronco de un árbol. Con dicha arma disfrazaron en muchas ocasiones a los próceres en las alegorías y sainetes escolares.

En una nueva alborada, el que fuera Camino del Indio, Camino de los Conquistadores, Camino de nadie, despertó como Camino de Arrieros, caporales y sangreros.

El sangrero era el arriero que madrugaba a enjalmar, trepar la carga sobre la mula por medio de la lía, la sobrecarga de cabuya que rodeaba el vientre del animal, para concluir con el famoso nudo de encomienda. Solo un sangrero era capaz de realizar, cada día del viaje, semejante trabajo de cargue y descargue y estar alerta, con su corneta, por los caminos difíciles que, en contadas ocasiones arreglaban los presos quienes, como los indios y negros, en pasadas épocas, emprendían las de Villadiego, monte adentro. Todo caporal había comenzado como arriero y este como fornido sangrero.

El viaje redondo Medellín-Popayán-Medellín demoraba hasta cincuenta días. Todo dependía de las condiciones del camino; si los ríos en Antioquia y el Valle no estaban tan crecidos que tuvieran que aguardar la merma de las aguas: “Los ríos salidos de madre se regaban sobre el valle trayendo en sus crecidas corrientes inmensos árboles desarraigados, moles de piedra, zonas enteras de cultivos, humildes ranchos, animales muertos, cadáveres de viejos, mujeres y niños” (Bernardo Arias T., Op. cit, p.208).

Entre una fonda central y otra había una jornada o sea el trayecto que la mayoría de arrieros, en circunstancias normales, recorría en un día. Las mejores fondas eran aquellas que tenían los servicios indispensables para pasar la noche: corredor empedrado para la carga, potreros y agua abundante para las bestias sudorosas, trapiche cercano para la melaza, salón para que los arrieros descansaran la noche, comida abundante, aposento para las damas, tienda surtida para equiparse de vituallas, herrería y, ojalá, alguna mujer de armas tomar, al estilo de Pacha Durán, en la obra de Arias Trujillo o de Doña Petra, en la estupenda obra costumbrista Asistencia y Camas, de Rafael Arango Villegas.

Las fondas mejor ubicadas y que no estuviesen rodeadas de un latifundio se convirtieron en caseríos y varios de estos se desarrollaron hasta crecerse en pueblos. De otras fondas sobrevivieron los paredones de tapia que aún espantan. La mayoría de fondas pasó al olvido. En el camino que atravesaba la Cuchilla de Belalcázar que, desde la segunda década del siglo XX, empezaba a llamarse Camino de los Pueblos, la fonda más próspera fue la que perteneció a Misiá Reyes Cardona y estaba plantada frente al actual cementerio de Belalcázar.

El mayor terrateniente, contra quien tuvieron que luchar los primeros colonos de esta Cuchilla, fue José María Mejía. Era propietario de la tierra que se desprendía del Camino Real hasta las márgenes del río Cauca. Los colonos provenientes, en su mayoría, del suroeste antioqueño, se asentaron a la brava a la orilla del camino, en el sector que corresponde al actual municipio de Belalcázar.

En el año de 1890, los colonos de esa área se dirigieron a las autoridades del Estado Soberano del Cauca para tratar de salvar “siquiera una pequeña porción”, de acuerdo con el documento transcrito por Carlos Arturo Cataño, en su obra Balcón del Paisaje, Belalcázar, (pág. 29). El Gobernador del Cauca no apoyó a los minifundistas ordenándoles el desalojo. Ellos, los pobres, tuvieron que recurrir a la fuerza para no verse desarraigados del palmo de tierra que apenas les daba para medio vivir. Cien años después, en otras zonas del territorio nacional, se calcaba la misma historia.

La tercera colonización, (después de la indígena y la española), enfrentó al pueblo desposeído no solo con la selva poblada de trinos y alimañas, como nos lo ha transmitido la imagen soñadora de esta gesta, sino a los colonos con los latifundistas voraces. Arias Trujillo lo consignó así en su novela Risaralda: “Las emigraciones de los campesinos hacia partes pobladas y grandes haciendas aumentaban cada día, y la desolación y el hambre amenazaban toda la comarca” (pág. 187). La violencia dictada por el hambre se opuso a la violencia apoyada por la ley. Ningún gobierno colombiano ha logrado solucionar el sempiterno conflicto de la tierra.

Al frente del latifundista anterior, del Camino Real hacia el río Risaralda, se extendían las tierras de Don Pedro Orozco Ocampo, en cuanto a La Soledad se refiere (luego llamada Belalcázar). Otros propietarios fueron Don Gregorio y Don Juan José Ocampo, por la región de El Guamo (San Gerardo) y Miravalle (llamado luego San José). Las tierras hacia el sector de San Joaquín (bautizado luego como Risaralda), pertenecían a Don Lino Arias, en gran parte. Ellos repartieron tierras entre los colonos y vendieron tajos para después marchar a otras regiones a abrir montaña y repetir sus gestos de buena voluntad con un pueblo dispuesto a empuñar las armas contra los que no atendieran sus quejas.

Aún hoy, por medio de apellidos ancestrales, a la orilla del Camino, se conserva la semilla de aquellos colonos de hacha y machete que, defendiendo sus derechos, transformaron la selva en fértiles labrantíos. Por los lados del Cañón del Cauca, Ospina y Álvarez; por San Isidro, Ruiz, Villa, Grajales, Castro y López; en La Habana, Bedoya, López, Grajales, Herrera, Hincapié y una familia Bueno, con seguridad proveniente de Riosucio; por El Águila, Osorio, Ríos y Mejía.

En el camino hacia San José quedaron anclados Restrepo, Giraldo, Soto, Rojas, Betancur, Montes, García, Alzate, Amaya, Escudero, Cano, Monsalve, Ocampo, “Carriel Viejo” y “Yarumo” de quienes nadie conoce nombres o apellidos. Por el Camino Nacional que iba de Bogotá al Chocó, entre San José y Viterbo, quedaron regadas las semillas de Martínez, Zuluaga, Chano Grajales, “un mellizo Montoya”, Ríos,  Ospina, Patiño, Correa, Gutiérrez, Marín, Hernández, Orozco y Clavijo.

En cualquier casa de esas que empiezan a brillar cuando llega la noche se puede topar uno con familias de apellido Ramírez, Londoño, Jaramillo, Vélez, Sánchez, Pulgarín, Salazar, Franco, Ortiz, Valencia, Bermúdez, Vallejo, Duque, Henao, Arango, Morales, Vásquez, Villada, Pérez, Correa, Vargas, Blandón, Vera, Zapata, Cardona o Acevedo.

Buscar albergue en las alturas fue la manera más sagaz y eficaz que encontraron los colonos para librar a sus familias del paludismo, la malaria y la fiebre amarilla. Durante la semana, las peonadas cogían falda abajo a descuajar selvas feraces y feroces. En la tarde del viernes o sábado, ascendían con las primicias agrícolas y de cacería; descuartizaban los cerdos, celebraban los bautismos y matrimonios con cura invitado periódicamente, levantaban a la orilla del camino una pieza más o unas casas más para los recién casados o para el resto de la familia que acababa de mudarse de Antioquia o el Norte de Caldas; casas que, luego, cuando el tiempo diese dinero, se sustituirían por rascacielos en andamios de guadua y madera, forradas en láminas de zinc para evitar que el agua venteada que venía desde el Chocó, las pudriera. Aún no había llegado el cemento importado al país. Así se fueron construyendo o “fundando”, como califican impropiamente, la mayoría de los pueblos del Viejo Caldas.

La mayoría de poblados de montaña, en el Viejo Caldas, seguía la topografía del camino alrededor del que iba creciendo. Esto ocurrió, desde Manizales (Avenida Santander),  hasta San José de Caldas, en la foto.


VI

La fecha que toman algunos pueblos paisas como la de su fundación corresponde más bien a la firma del acta de donación de los terrenos a los colonos allí asentados o que merodeaban impacientes; a la fecha del documento por el cual se legalizaba un acto de fuerza que, en muchos casos, costó sangre cuando se agotó el papel sellado; a la fecha de la erección como inspección, corregiduría, municipio o parroquia.

La calle que se fue desperezando a la orilla del Camino se llamó, con el correr de los días, Calle Real que, en la nomenclatura moderna, no sería calle sino carrera. Esa calle estaba segmentada en bocacalles por donde atropella el viento más tremendo que viene desde el Chocó y que, en la noche, pareciera que estuviesen arrastrando al diablo. Ese viento huracanado sopla de igual forma en Apía, Belalcázar, San José o Risaralda. Como los eufemismos pueden con todo, hablan de la colina del viento cuando sería más apropiado hablar de la cuchilla del ventarrón, aunque  suene menos poético.

En Belalcázar, San José y Risaralda, a la Calle Real le nació una callecita al lado, con más apariencia campesina que urbana, de casas de un solo piso, coloridas, si es posible, cubiertas de flores y que, en San José, recibió el bonito nombre de Calle de la Ronda y en otras partes el castizo nombre de Calle de Cantarrana.

Tierra y Agua son dos elementos inseparables cuando se trata de colonización y fundación. En la variable oriental del Camino Real de Occidente es tan escasa el agua, por razones de gravedad, que por no haberla tenido en cuenta acabó con Santa Ana, San Gerardo y casi que acaba con Belalcázar, Anserma y San José. Estos villorrios quedan en la parte más alta de la cuchilla por lo que allí el agua de los nacimientos no baja sino que sube.

Al grito de “Con Agua se hace Pueblo”, el alcalde Ernesto Arias comandó, en 1915, la titánica obra de conducir el agua desde Charco Verde (San Isidro) hasta el casco urbano de Belalcázar siguiendo el trazado espontáneo del camino. Antes, las gentes tenían que madrugar por el agua cargada a la famosa Poceta, antiguo abrevadero de arrieros y bestias. En San José bajaban por agua a Las Travesías.

No escasearon las luchas, entre compadres, por apoderarse de un nacimiento de agua. Tampoco fueron pocas las veces que, en mulas, sacaron cadáveres de compadritos que se batían a duelo por hacerse dueños de un nacimiento. Otros “Diles que no me maten”, a espera de su Juan Rulfo. A falta de agua en la Cuchilla de Todos los Santos, los ansermeños explican el incendio que arrasó, en enero de 1983, con el templo de Santa Bárbara, la patrona del fuego y de los rayos.

Apenas, en el 2009, los ansermeños tuvieron agua fluida a través del Acueducto de Occidente; en el 2010 entró a Risaralda y en el 2011 a San José. Ese acueducto empieza en el río Oro, más arriba de San Clemente. Surte desde Anserma hasta Belalcázar siempre por el Camino Real de Occidente aunque, con el cambio climático y sus intensos períodos de lluvia y deslizamientos, Anserma y Risaralda han quedado sin agua por muchos días. Se habla de malos diseños.

Camino de destinos contrarios en contacto: contrabandistas de tabaco y aguardiente; cuatreros de escapulario al cuello; mendigos con las llagas al aire a la vera del camino; séquitos de campanillas; peregrinos de avemarías y rosarios en voz alta tras la última esperanza prendida del Milagroso de Buga.

Por este camino, desde las montañas de Támesis, Valparaíso, Caramanta, Andes  y Jardín, pasando por Marmato, Supía y Riosucio, y luego por Anserma, Belén y Apía o Risaralda, San José y Belalcázar, se fraguó uno de los espantos más característicos de la mitología caldense. Hojas Anchas quedaba en la frontera entre Antioquia y Caldas; era una vereda, entre Caramanta y Supía, y allí había un puesto con policías encargados de decomisar los contrabandos de licores y tabaco que traían de Antioquia con rumbo al Viejo Caldas. A media noche, los contrabandistas organizaban una camilla de madera a modo de barbacoa cubierta con una sábana blanca, como si, a paso rápido, cargasen un herido o un muerto. Policías y vecinos corrían despavoridos pues suponían que se trataba del Espanto de Hojas Anchas.

Los arrieros y usuarios del camino conservaban el uso del tiempo que trazó la naturaleza. Salían cuando clareaba y estaban desenjalmando las bestias, cuando atardecía. Por lo general, se levantaban y acostaban con las gallinas. La noche era el reino de la sombra, del miedo, del espanto, de gritos y aullidos extraños, del ataque aleve. Las orillas cubiertas de añosos árboles eran morada de la Madremonte, del Pollo Maligno, del Duende.

Por esa ruta nocturna circulaban la Mula de tres patas, el Cura sin Cabeza, el Cabezón, la Lavativa o había que hacerse a un lado porque venían con la chirriante barbacoa. Tal vez ese tipo con unos perros que encontraron en la fonda fuera el maldadoso Bermúdez. Cuidado, en las noches, con las mulas. Que no amanezcan con las patas cortadas, aunque las brujas les hayan enredado la crin.

A comienzos del siglo XX, por este camino circulaba tanto lo legal como lo ilegal. Entre lo ilegal, los licores y el tabaco. En mayo de 1906, el inspector de Belalcázar lanza un decreto que empieza:

No obstante el mucho celo que se ha despegado en la recaudación de la renta del tabaco, no ha sido suficiente esto para evitar el contrabando entre los expendedores”.

Decreta:Todo individuo que sea cosechero de tabaco, en los límites de este Corregimiento, está en obligación de presentarse en esta oficina a otorgar la fianza correspondiente. El individuo que no de cumplimiento a lo ordenado será considerado defraudador a la renta y castigado como tal”. 

Por el Camino Real de Occidente que no hemos abandonado pasó raudo el correo de ida y regreso con las encomiendas bajo los encerados impermeables. La Negra Joaquina, morocha, acuerpada como una aplanadora, trabajaba en la casa cural de Belalcázar pero, con el permiso del Cura Restrepo, sacaba tiempo una vez por semana para llevar el correo a La Virginia y luego a San José, a pie y con pasos de atleta olímpica.

En el plan de organización del nuevo Departamento, la Asamblea de Caldas se preocupó por esta vía: de acuerdo con la Ordenanza N°21 de 1913, se distribuyeron las rutas del correo, echando a andar el de occidente desde Manizales, tocando en Palestina, Marsella, Belalcázar, Anserma y, de allí, torcer hacia Belén, Apía y, para concluir en Pueblo Rico, bautizado así en una época en que se creía que era una imaginaria puerta de oro.

En 1916, por la Ordenanza N°18 del 8 de abril, se declaran como vías departamentales, “las que partiendo de la cabecera de Marsella y pasando por Beltrán va a Belalcázar… La que partiendo del puente de la Cana, en el Municipio de Marmato y pasando por las cabeceras de Supía, Riosucio, San Clemente y Belalcázar, va a La Virginia”.

El 4 de abril de 1917, por la Ordenanza N°10, se determina las vías departamentales de primera categoría y, respecto al trayecto que nos ocupa, dice: “La que partiendo de Belalcázar, pasando por Marsella y siguiendo el camino del Alto del Nudo, llega al río Otún en el punto donde termina la Calle Zea de la población de Pereira” (Carlos Arturo Cataño, Op. cit.).

En una arteria tan concurrida tenía que haber de todo, como en botica. Las autoridades civiles autorizaban, cobraban y suspendían desafíos de gallos, en un sitio. En 1911, el Prefecto Provincial de Riosucio exigió al alcalde de Belalcázar que suspendiera una gallera que quedaba a un lado de la Escuela de Niñas pero, en 1913, el alcalde de Belalcázar autorizaba desafíos en La Virginia.

Desde principios del siglo XIX, el Camino Real de Occidente contó con galleras famosas en muchos kilómetros a la redonda. Llegaban visitantes con sus gallos debajo del brazo, las espuelas, el cebo, los remedios y las contras, desde Pereira, Cartago, Marsella, Apía, Belén, Anserma y Riosucio. En el carriel traían los boyucos de dinero para apostar.

En algún fin de semana o semana cívica, los varones de Belalcázar, San José, Viterbo y La Virginia hemos emprendido la peregrinación a las galleras de San Isidro, La Habana, El Bosque y Morroazul. Los desafíos en San Isidro se hicieron famosos. La gallera de San Isidro fue patrimonio hereditario de los Pulgarín. Luego pasó a manos de Don Rodrigo, para no decirlo “Sancocho”.

Otra gallera que tuvo sus noches de esplendor fue la de los hijos de Nolasco Londoño y de los hijos de Nabor Ossa, en la Quiebra de Varillas, cuando se desciende del Alto de Santa Ana, en las goteras de Risaralda. Redondel frente al que muchos hombres se vengaron de sus enemigos en una forma más limpia, de frente y sentida que quitándoles la vida: arrebatándoles, por medio de los gallos finos, ese dinero que había sido tan esquivo al conseguirlo.

Esto de mencionar a los Pulgarín, los Londoño, los Ossa muestra que, para manejar una gallera, no basta con un individuo por macho que sea; se requiere una ralea. En 1924, el alcalde de Belalcázar, Abel Osorio, solicita la creación de la Inspección de Policía en San Isidro “por presentarse allí casos frecuentes de embriaguez y disparos al aire” (Ibid.).

Ya vemos al Señor Inspector llegar y dirigirse en estos términos a los habitantes de San Isidro:

“El gobierno me manda a poner orden en este infierno de bandidos y de contrabandistas. Ya no podemos tolerar tanto abuso, inmoralidad y guachafita y ha llegado el momento de que ustedes anden derecho y dejen de hacer lo que les da la gana. ¿Entendieron, negros guasamalletas?” (Bernardo Arias T., Op. cit, pág. 77).

La cita anterior fue redactada por el novelista caldense, para Sopinga, un caserío que vivía fenómenos sociales muy similares a los de San Isidro y los dos conglomerados hacían parte del mismo municipio: Belalcázar. Como dijo Silvio Villegas de la novela Risaralda: “Parecería inverosímil si no fuera exacta”.

Insistamos en el goce pagano que disfrutaban, a comienzos del siglo XX, en el Camino Real que, poco a poco se convertía en el Camino de los Pueblos. El documento más revelador lo constituye el Decreto N°10 del 30 de marzo de 1906, en el que Don Rogelio Marín, inspector de Belalcázar, confiesa que, en La Virginia, Charco Verde (San Isidro) y El Guamo “son muchas las mujeres de mala vida que se encuentran en la población” y “que en La Virginia, Charco Verde y El Guamo se encuentran muchos matrimonios clandestinos que viven pública y escandalosamente”, por lo que “toda mujer escandalosa debe abandonar el pueblo dentro de tres días; los matrimonios ya dichos deben disolverse en este mismo plazo”. Publíquese además en La Virginia y El Guamo.

Según Don Rogelio había que acabar con escenas como esta que atrapó en su novela Risaralda, el autor nacido en Manzanares:

“Arriba, pues muchachos, que ya el bailongo está cuajado. Prosigan el meneo y sacudan las caderas que el aguardiente es de caña y las negras de Sopinga. ¡Agarre usted, compadre, ese trozo de negra que hace chupar los dedos y dele vueltas como a una potranquita que se amansa con carantoñas no más! (Bernardo Arias T., ibid., pág. 35).

De esta misma época data el comentario de que una maldición acabó con El Guamo o San Gerardo. En este caso, detrás del nombre San Gerardo se camuflaba un fetichismo invocado para contener dicha maldición. Todo porque en San Gerardo, el crucero en donde se bifurcaba el camino entre San José y Belalcázar con la variante hacia Viterbo y el Chocó hubo bailaderos y muchas negras que avanzaron, hacia el interior del país, desde las tierras de los ríos San Juan y Atrato. Tierra caliente en tierra fría que, para muchos, aniquiló una maldición pero que, a ciencia cierta, se sabe que fue por falta de agua para la subsistencia debido a la tala indiscriminada de árboles en lo alto de la Cuchilla.




En el primer piso de esta casa, del centro hacia la derecha, frente a la plaza principal de San José Caldas, Don Luis Eduardo Yepes puso una miscelánea que se constituyó en el primer almacén LEY del país, antecesor de los almacenes ÉXITO.


VII

Mil novecientos veinticinco fue, en varios órdenes, un año especial para el Camino Real de Occidente, conocido por todos, ya entrado el siglo XX, como Camino de los Pueblos. La dinastía de los chasquis o correos de a pie empezó a decaer, con la aparición en cada caserío, del telégrafo, cuyas líneas y crucetas de madera iban bordeando el camino de herradura.

Cuando zumbaban los hilos atestados de golondrinas, algún viajero decía en voz alta: Por dentro de ese alambre va viajando un telegrama. Y todos lo creían. Las golondrinas no se inmutaban. Los niños querían convertirse en telegrama para no tener que cabalgar al anca de una yegua chisparosa, aferrados con las uñas a la espada de su padre con el terror de caer en uno de aquellos lodazales que, en muchos inviernos, tragaron a las cargadas bestias.

Para la inauguración del correo, en San José, en 1925, la junta de festejos invitó, a las comparsas más aplaudidas del Carnaval del Diablo, de Riosucio. Sus integrantes tomaron el largo camino, a caballo, para ir con los disfraces a revivir el nostálgico aquelarre. Por la Calle Real que se ha dicho era un trozo de camino empedrado, desfilaron durante tres días cantando trovas y bebiendo chicha de Sipirra importada en toneles para tan magno devenir fantástico. Todo era fácil pues los primeros maestros y varios comerciantes de San José provenían de la Ciudad del Ingrumá. En 1932, los matachines belalcazaritas empacaron sus disfraces para ir de rumba al Carnal de Pereira.

Se tiene la sensación de que, finalizando los años veinte y empezando los treinta, del siglo XX, el Bajo Occidente caldense vivió una etapa gloriosa. Se atravesaba la primera bonanza cafetera en Nueva York. Hay motivos que refuerzan esa imagen.

Por medio de la Resolución N°1 del 4 de marzo de 1925 (Carlos A. Cataño, ibid., p.144) organizaron, en Belalcázar, la Junta Pro-Cable Aéreo, derivado de la línea principal de Occidente que, partiendo de Manizales pasaría por encima de Risaralda. De esa población se desprendería una variante que recorrería la Cuchilla de Todos los Santos, sobrevolando a San José y Belalcázar hasta concluir en La Virginia.

Echar a marchar este proyecto no debiera haberse constituido en una lucha de quijotes y “desaforados gigantes”. Hubiera sido la mejor solución para transportar la abundante producción cafetera con que, sin estar preparada la industria en cierne, de un momento a otro, se vieron repletas las fondas y trastiendas. Faltaban por solucionar los problemas del acarreo, el bodegaje en grande escala en puntos geográficos estratégicos, fuera de otros puertos de embarque distintos a Barranquilla.

De un año a otro, el Camino Nacional (de Manizales al Chocó) y el  Camino de los Pueblos se convirtieron en caminos de hormigas cargadas. De hormigas arrieras. Centenares de mulas partían al amanecer desde Santuario, Apía, Belalcázar, San José, para llegar a Manizales, a la oracioncita. En San Gerardo se encontraban con centenares de mulas que subían acezantes con sus cargas de café provenientes de Apía y Santuario. Don Nicanor Isaza, de Apía, tenía veinte mulas para alquilar que era como tener, cuando llegaron las carreteras, 20 jeep willys.

Mis tías cuentan que, en época de cosecha, cuando abrían las tribunas en la mañana ya estaban pasando recuas; se entraban a hacer los oficios caseros y cuando terminaban volvían a las tribunas y todavía estaban pasando las muladas.

La cosecha cafetera de Belén de Umbría, Mistrató y Anserma salía por San Joaquín rumbo a Manizales, emporio de la nueva riqueza y que justifica la forma magnífica como la reconstruyeron después de los incendios de 1925 y 1926. Esta empresa se encomendó a la Ullen, firma internacional de ingenieros y arquitectos tan famosos como John Wotard y Papio y Bonarda.

En 1923, el alcalde de San Joaquín, Manuel J. Pulgarín presentó al Señor Gobernador el informe de: árboles de café en producción, 1.096.750” (Fabio Vélez C., Op.cit., p.170). “El alcalde de Belalcázar, Abel Osorio P., presentó, en 1924, el dato de 865.409 cafetos en producción” (Carlos Arturo Cataño, Op.cit.).

En esta temporada fue cuando surgió el proyecto de construir bodegas alternas a las de Honda, en La Virginia; utilizar el Ferrocarril del Pacífico para exportar el producto, por Buenaventura y fue cuando el Honorable Concejo de Belalcázar, en un arranque de sano optimismo, propuso echar a volar por encima de la Cuchilla el más espectacular Cable Aéreo. La realidad posterior trocó los “desaforados gigantes” en vulgares molinos de viento.

Como constancia física de aquella primera bonanza, no tanto por los precios internacionales del café como por la abundancia local de dinero en poder de gentes industriosas y aún de costumbres patriarcales, nos quedaron las obras mayores de la digna arquitectura en bahareque de estos pueblos. Ciertas construcciones religiosas como los templos parroquiales que no alcanzaron a durar cien años como los de Belalcázar, Anserma, Belén y Apía, además de ciertas construcciones civiles como la Normal Sagrada Familia, la Escuela Valentín Garcés y el Club Tucarma, en Apía. En Anserma no han terminado de destruir todo el patrimonio arquitectónico que quedó de esos años.

En la Serranía de Todos los Santos, en donde se distribuyó el sol equitativamente para que le dé a la mitad de cada conglomerado, por la mañana y la otra mitad lo reciba por la tarde, queda más bien poco de tal esplendor. Una que otra casa en Belalcázar y San José con bellos artesonados. Y, como conjunto, lo han repetido varios arquitectos de la Universidad Nacional, queda en pie la mayor parte de la Calle Real de San José Caldas, su Colegio y, sobre todo, su templo de maderas lacadas. De algo sirvió haber quedado rezagado.

Para la historia de la industrialización caldense quedó, de aquel entonces, un arrume de datos que demuestran por qué puede hablarse de una dorada época perdida. En 1924, se contabilizaron, en el municipio de Belalcázar, 39 trapiches movidos por bestias, 2 trapiches movidos por agua, una trilladora movida por fuerza eléctrica, 2 trilladoras movidas por vapor (C.A. Cataño, ibid.), Había fábrica de ‘jabón de fábrica’, llamado así para distinguirlo del ‘jabón de tierra’; fábrica de cerveza negra, velas y gaseosas (Calmarina); y, el aguardiente oficial, amarillo por más señas, era fabricado en Apía, en un viejo edificio de tapias que, cuarenta años después de haberse clausurado, todavía olía a anís.

Y, cuando se redacte la historia del comercio en Caldas, habrá que contar que fue a la orilla del Camino de los Pueblos, concretamente en San José, en donde don Luis Eduardo Yepes abrió una miscelánea que, con el correr del tiempo y de las circunstancias, se convirtió en la piedra sillar de la Cadena de Almacenes LEY y luego Éxito, de cubrimiento nacional. La atendía don Luis Eduardo con cinco dependientes que no daban abasto. Algo así como un Ley chiquito. Por los acontecimientos que desencadenó el tendero Andrés Pulgarín (“el peor enemigo es el del mismo oficio”), Luis Eduardo Yepes precipitó su salida para Manizales en donde, con la mercancía que trasladó desde San José abrió otro almacén que, si no les fallaba la memoria a mis informantes ya ancianas, se llamó El Cisne.

Ellas dos, Rosa y Matilde H. L., hijas de la dueña de casa, se atrevieron a montar un almacencito en el local desocupado por don Luis, diagonal al templo al que, siguiendo la moda impuesta por su antecesor, bautizaron con la rimbombante sigla extraída de sus nombres: Almacén ROMA y que abrieron por ochenta años seguidos.

El centro del poder civil para la región estaba localizado en Anserma. Los centros del poder económico eran Anserma y Apía y en algo Belalcázar. Sobre todo en Apía o, de pronto, en Belalcázar, los campesinos encontraban quienes les prestaran dinero para tumbar monte y sembrar café. Los intereses económicos eran desmesurados y los préstamos se pagaban, sin dilación alguna, en la próxima cosecha.

Los centros del poder eclesiástico eran Anserma y Apía, antes de que nombraran párrocos para Belalcázar, San Joaquín y San José. Anserma y Apía fueron las vicarías foráneas alrededor de las cuales se aglutinaron las parroquias del Occidente de Caldas dependientes de la Diócesis de Manizales. Los viejos de San José comentaban que Belalcázar era ‘el pueblo’ para todo, hasta los años cuarenta.

Cuando presentían que se aproximaba el día de un nuevo alumbramiento en la familia, corrían por este Camino a Belalcázar, a traer a la Vieja Juanita, célebre entre todas las comadronas de esta Cuchilla. También recetaba con mucho acierto.

Moradores de la mitad del Camino de los Pueblos y zonas aledañas de San José, hacia el sur, dirigían sus pasos, cada fin de semana, a Belalcázar, con el propósito de mercar, solicitar avances en dinero, pagar intereses, oír misa, bautizar al novísimo retoño de la prole, sepultar a los muertos… En su camposanto, en noviembre de 1924, bajo un túmulo solitario de cemento, luego mandado a destruir por un cura de esos que llaman progresistas, depositaron los huesos del Abuelo José de los Santos. Este personaje, en diálogo con el Padre Francisco A. Restrepo, años antes, había decidido pagar al Maestro Ángel María Palomino la obra El Bautismo de Cristo, en noble óleo, para aderezar el bautisterio del templo de Belalcázar. Luego repitió esa donación con el nuevo templo de San José Caldas. Fuera de eso, durante cuarenta y cinco años, en la iglesia de Belalcázar, arrasada por un cura para levantar en cambio un esqueleto de ballena antediluviana varada en la montaña, permaneció un confesionario de madera con un arabesco calado en la parte superior que jugaba con la luz opaca y en cuyo centro eran legibles las iniciales “S.H”.

Los domingos de elecciones presidenciales, las cabalgatas de copartidarios de algún candidato arrancaban desde La Habana rumbo a Belalcázar y a la victoria. Otros días esas cabalgatas partían desde San José, con el mismo destino, e integradas por entusiastas dirigentes y encopetadas damas, en la búsqueda inútil de convertir a ese caserío en Municipio (1914-1921) o segregarlo como corregimiento, primero de Anserma y luego de Risaralda para anexarlo a Belalcázar. Esto explica, en parte, viejos amores.

Tendría yo unos ocho años cuando, en una cabalgata infinita que se perdía y repuntaba con sus banderas heroicas, por el zig-zag del camino, nos hicimos presentes en Belalcázar para la inauguración del colosal Monumento a Cristo Rey, enclavado en el Alto del Oso.

La iniciativa de tal obra fue del Pbro. Antonio José Valencia y quienes le dieron forma fueron el arquitecto Libardo González, el ingeniero Alfonso Hurtado y el maestro de obra Francisco Hernández. Se inició en 1948 y se concluyó cinco años después. Su altura es de 45 metros.

Cristo abrió los brazos sobre la colina por los días más azarosos de la Violencia política entre liberales y conservadores. Este cruento fenómeno sociopolítico pobló de insoportables gemidos todos los caminos de Colombia. El Camino de los Pueblos, entonces, no pudo escapar al destino de ver pasar sobre sí innumerables cargamentos de despojos humanos cubiertos con sábanas blancas teñidas de sangre y, detrás, las plañideras cubiertas de lágrimas.

Por esos mismos días, el progreso vial del país había decretado la pena de muerte al Camino de los Pueblos. A comienzos de la década de los cincuenta del siglo XX, no quedaba del Camino más que el trayecto entre Risaralda y Belalcázar y eso que, desde 1944, el diputado a la Asamblea por el Occidente de Caldas, Doctor Otto Morales Benítez, por medio de la Ordenanza N°19, había logrado la apropiación de una partida de treinta mil pesos con el propósito de construir la carretera Belalcázar-San José, anhelo que cristalizó en 1953. En ese mismo año pasó al olvido el viejo camino al Chocó al construir la carretera La Margarita-El Crucero-Asia.

Doce años después de haber entrado en uso la carretera Belalcázar-San José, el Comité de Cafeteros de Caldas construyó el trayecto San José-Risaralda.

Jamás alguien pensó que las carreteras, para los pueblos, se convertirían en monedas con cara y cruz. Por ellas, como se ha sostenido siempre, ingresó buena parte de la civilización (cara). Pero, por ellas, se desangraron las aldeas rumbo a los pueblos grandes que, de un momento a otro, se convirtieron en apretujadas ciudades (cruz).

Ni Belalcázar, ni Risaralda, ni San José, ni Viterbo, ni Apía, como miles de caseríos en la patria, se quedaron relegados del ritmo progresista que traían, por voluntad propia o por abulia de dirigentes nativos, como se señala cuando tratan de buscarle a la situación su respectivo chivo expiatorio. Las circunstancias geosociales,  geoeconómicas, geopolíticas, han ido tejiendo nuevas estructuras a través del tiempo y, en uno de esos procesos, pueblos de un desarrollo sostenido han ido perdiendo el impulso y se han ido quedando, como atletas rezagados, a la vera del camino.

Los poblados del Viejo Caldas y de otras regiones no construyeron en cualquier parte y hasta ese sitio hicieron llegar los caminos. Se edificaron al borde de una ruta, de tierra o de agua. Mientras sirvieron de puerto o de posada tuvieron vigencia.

Puertos de pergaminos aparentemente inmarcesibles como Mompox, el Banco, Tenerife, Tamalameque y Gamarra quedaron atados a una cadena miserable cuando el río Magdalena dejó de ser, por cambio de rutas entre los centros de poder, y por desidia oficial, el Camino Real de la Patria. Ese plateado camino de aguas móviles para la época de la Conquista, la Colonia española y la primera República, quedó reducido al pestilente oficio de una alcantarilla del interior del país y, si mucho, a esporádicos escenarios de novelas y películas de segunda categoría.

En el caso que nos aqueja, llegó el día en que el Camino Real de Occidente o Camino de los Pueblos abandonó la Loma de Anserma o Cuchilla de Todos los Santos porque la maquinaria del Ministerio de Obras Públicas trazó rectas asfaltadas por el Valle del Risaralda ya libre de enfermedades endémicas e incorporado a las áreas productivas del país. La carretera troncal fue planeada lejos para unir dos de los polos de mayor desarrollo en el occidente colombiano: Cali y Medellín.

Sería ridículo soñar que alguien desde arriba hubiera podido vencer los argumentos de mayor comodidad, mayor rapidez y menores distancias esgrimidos por vallunos y antioqueños poderosos, con tal de ver pasar la carretera troncal por la Calle Real de nuestros tristes pueblos. A pesar de sus nombres femeninos, la Economía, la Ingeniería y la Política no tienen entrañas.

Hasta Manizales ha ido quedando aislada en el Camino Real del Centro. Por Manizales, allá, y por Belalcázar, aquí, ya no se pasa. A Manizales y a Belalcázar se llega “sobre el cogote de la montaña, Belalcázar es un palomar de casas blanquísimas y desde allí vigila el nacer, crecer y prosperar de las aldeas que van floreciendo sobre el valle” (Bernardo Arias T., Op. cit, p.83).

Riosucio, Anserma, La Virginia, Risaralda y Viterbo, pueblos que en algo o en mucho tienen que ver con la Cuchilla de Todos los Santos, por ubicación o radio de influencia, todavía usufructúan una privilegiada situación que se esfumará cuando el Ministerio de Transporte concluya la variante Cali-Cerritos-Irra-La Pintada-Medellín, paralela al río Cauca y siguiendo en líneas generales el diseño de la ruta del viejo ferrocarril, hoy convertido por miopía gubernamental en pista de fantasmas.

Los oriundos del Occidente del Viejo Caldas podemos remediar esta soledad prematura impulsando, enérgicamente, como proyecto prioritario, la Carretera al Mar y la Vía Panamericana que, como sabemos, sigue la ruta del antiguo Camino Nacional al Chocó. Esas vías abren nuevas perspectivas sociales, económicas, comerciales, turísticas y serán la ruta maravillosa para incorporar estas tierras y estas gentes al destino continental y del Océano Pacífico. Un día nuevo nace allá donde muere la tarde.



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