Luis
Fernando Sánchez Jaramillo[2]
Docente
Universidad de Caldas
Prolegómenos
La historia es una búsqueda personal, un camino hacia la formación
de la propia conciencia. Hoy, cuando Colombia se encamina por los diálogos de
paz; proceso tan determinante y tan difícil, tan delicado y tan
insospechadamente largo, nos cabe a todos la inmensa responsabilidad social de
entender y explicar, en este caso desde la historia, los fenómenos que han
conducido al país al estado en que nos encontramos.
Uno de los aspectos más complejos que ha vivido el país es el de
su demencial violencia representada no sólo en la creciente diferenciación
socioeconómica, sino en la degradación de sus valores uno de los cuales es la
vida misma.
El mundo actual y más las naciones violentas como la nuestra se ha
insensibilizado frente a la muerte. Los historiadores Michelle Vovelle (1974,
1985, 1993) y Philippe Ariès (1975, 1977, 1996) han llamado a este momento el
de la muerte oculta y sociólogos como Norbert Elias (2009) han mostrado la
forma como las sociedades reservan los sentimientos por la pérdida de los seres
queridos a los espacios privados. En ciudades como Manizales es cada vez más
frecuente asistir a las denominadas misas de cenizas o a desfiles fúnebres que
toman el camino más inmediato a las afueras de la ciudad para que el luto no
perturbe el agitado ritmo del mundo moderno.
La idea de la muerte ha sido relegada. Ahora se la ve con
indiferencia, es como si fuera un asunto propio de quienes la padecen y no de
la sociedad en general. Se olvida que a cada instante se arriesga la vida y que
es más fácil morir que mantenerse vivo. Darle la espalda a la muerte es ignorar
el arte de vivir o, dicho de otro modo, saber sobre la muerte es una de las
formas para apreciar en toda su plenitud la vida.
Bajo este panorama en clave de historia, me pregunto por la administración de la muerte en Manizales
durante el siglo XIX. Si lo que he ha dicho antes es cierto, ¿cuáles eran
las costumbres fúnebres de la joven ciudad nacida y desarrollada en uno de los
periodos más turbulentos de la vida nacional? ¿Cuáles eran los imaginarios
culturales de la sociedad manizaleña con respecto a la muerte y el papel del
estado colombiano y de la Iglesia católica frente a este fenómeno? ¿cuáles eran
las circunstancias que llevaban a la pérdida de la vida de los habitantes de Manizales
durante los primeros cincuenta años de vida civil y eclesiástica?
Aunque son muchos los interrogantes por resolver sobre la muerte
como agente que, de todos modos, contribuyó a la formación de la ciudad, baste
establecer un panorama general que nos muestra cómo se han transformado las
prácticas fúnebres en Manizales. Para ello este trabajo se apoya en general en
el método de la historia social y cultural, en la medida en que más que un
asunto meramente escatológico, la muerte comporta un fenómeno sociocultural a
decir de Louis Vincent Thomas (1975, 1983). Por otra parte, se basa en el
método de la historia serial y de las mentalidades, dadas las fuentes a las que
se ha recurrido y la forma como fueron examinadas. Por un lado, se ha accedido
a más de catorce mil partidas de defunción que corresponden al 100% de las
defunciones registradas en la
parroquia de Nuestra Señora de Chiquinquirá de Manizales entre 1851 y 1901, y
por el otro se ha extraído ese utillaje mental o se ha detectado ese espíritu
de la época del que nos hablaba Lucien Fevbre, en este caso, con respecto a la
idea de muerte.
La muerte
como objeto de estudio
Y puesto que el objeto de estudio es la muerte, es bueno ahora
hacer algún acercamiento para su definición. Es posible que no haya acuerdo con
respecto a lo que es la muerte, pero conocemos sus aterradoras manifestaciones.
Aunque algunos, como Ariès (1975, 1977, 1996) o Yankélévitch (2004), la
consideran como el fenómeno que se hace manifiesto cuando un ser vivo pierde la
vida, el momento en que se apagan los signos vitales, otros, como Norbert Elias
(2009), la consideran como un proceso que arranca mucho antes y termina mucho
después del momento de morir. Pero la complejidad del concepto, más que ser un
fenómeno o un proceso, se acrecienta con otras miradas como las de la
literatura que casi siempre la personifica.
En nuestro medio, algunos ejemplos de ese tipo se encuentran en
Rafael Arango Villegas (1979, 279-284 y 383-402) y en Tomás Carrasquilla (2008,
39-62), en ambos la muerte está personificada del mismo modo que lo han hecho
desde la antigüedad clásica las mitologías griega y romana. Un esqueleto humano
cubierto con una gran capa negra y una hoz en sus manos es la típica
representación. Las tres Parcas
derivan sus características de ese personaje siniestro: la construcción del
hilo de la vida, la medición del tiempo vital y el corte de la existencia. Pero
nadie vence a la muerte, antes por el contrario, Hades reina en su territorio. La sabiduría popular heredó esa
personificación. Cuando alguien muere se afirma que lo visitó la muerte: le
llegó la muerte. En fin, sea fenómeno o proceso la literatura, la música y la
poesía le ha cantado para quererla o renegarla, la filosofía para intentar
explicarla y la teología para construir una esperanza de una mejor vida en otro
mundo.
Dadas las múltiples maneras de comprender
este concepto, se asume aquí la muerte como un proceso sociocultural. Descartando
las razones teológicas y filosóficas que en general se enmarcan en las
escatológicas y metafísicas, es decir, en las explicaciones de una promesa de
vida en otro mundo o de un fenómeno incomprensible al mundo físico, habrá que
reconocer, como lo dijo Lucien Fevbre (Burke, 2006, 77), y en tanto explicación
historiográfica, que de la muerte sólo podrían hablar los difuntos, pero,
puesto que nadie vuelve a esta vida después de haber muerto para explicarnos su
experiencia, sólo nos queda a los vivos aproximarnos a ella por las
circunstancias socioculturales que envuelven el fallecimiento de alguien.
No podemos explicar nuestra propia muerte,
pero la intuimos. Con la defunción de otros tomamos conciencia de que algún día
se acabará nuestra existencia. En este orden de ideas, retardamos el momento de
morir cuidando nuestra vida de todo mal y
peligro. Las prácticas de higienización y de salud pública son mecanismos
mediante las cuales nos defendemos de la posibilidad de morir, incluso, a decir
de Foucault (1997, 220), se confinan los cadáveres en defensa de la sociedad.
El mito de la eterna juventud, representados actualmente en ajustes estéticos
con ayuda de la cirugía plástica y, el embalsamiento o la criogenización, se
constituyen en extrema esperanza de un regreso a la vida por medios
científicos. (Blasco, 2010)
La
muerte y lo fúnebre
Por un medio o por otro, ante la constatación de la posibilidad de
morir, sobreviene la preparación para la buena
muerte, es decir, morir de forma natural, por agotamiento espontáneo del
cúmulo vital, con ayudas favorecedoras de la vida, (aunque hoy se discuta lo
inhumano que pueda resultar y no al contrario). Se prepara el alma, de acuerdo
con las creencias de cada quien, y se ponen en orden las cosas terrenales:
pagar las deudas, amparar a los seres queridos y reconocer la dedicación que se
tuvo de nuestros amigos y cercanos. Tal como hoy, en el siglo XIX la Iglesia
apoyaba en la preparación del alma y, mediante un testamento, práctica que
también ha disminuido en los últimos tiempos, se organizaban los asuntos
terrenales.
Llegaba el momento de morir. Los moribundos por vejez o por
enfermedad experimentaban el agotamiento de sus últimas fuerzas para luego
entregar rendidos su vida. (Bon, 1940, 191-204) No siempre se les acompañó en
este momento postrero, a muchos se los daba por muerto a pesar de no haber
fallecido, otros no querían ser testigos de aquel momento final. Sólo un alma
caritativa e incontaminada del temor del momento, un médico y un sacerdote los auxiliaba.
Tras la confirmación del deceso sobrevenían las manifestaciones de
duelo, las expresiones de pérdida, la negación del hecho a pesar de la
evidencia y de la sospecha que se tenía del desenlace. A los rituales
familiares se sumaban los preparativos del cadáver. La noticia se extendía, la
velación daba tiempo al encuentro con familiares y amigos que se encontraban
lejos y las campanas de la Iglesia certificaban con su monótono replicar el
hecho luctuoso.
El cortejo fúnebre recorría la distancia
entre la casa y la iglesia. Otras ceremonias previstas en el ritual romano eran
dirigidas por el sacerdote que vestía casulla negra. La concurrencia acompañaba
curiosa el dolor de los familiares del difunto. Los caminantes repasaban de
nuevo la distancia que había entre la iglesia y el cementerio, mientras se
entonaban responsos y oraciones. En el campo santo el sacerdote dirigía las
últimas plegarias y los sepultureros preparaban la fosa en la que quedaba
depositado el cadáver. Nuevas manifestaciones de dolor eran el postrer ritual
familiar con su ser querido. Los acompañantes se dispersaban y los familiares y
amigos volvían al sombrío espacio que había dejado el fallecido. Durante nueve
noches se mantenía el duelo acompasado por jaculatorias coreadas por familiares,
amigos y curiosos. La persistencia en el novenario de esa compañía, alivianaba
el sufrimiento de todos.
Vueltos a la inclemente realidad se descubría
la defunción, en los términos de Thomas (1975) era el abandono de las funciones
que en vida tenía el finado. Los roles como miembro de una familia, actor de
una sociedad o agente de procesos económicos se afectaban por la desaparición
definitiva de quien los llevaba a cabo. Si no había quien lo sustituyera, los
efectos socioculturales y económicos no tardarían en presentarse: ¿la viuda
tendría dificultades para continuar administrando la hacienda familiar? ¿Los
hijos huérfanos tendrían que repartirse las labores que en vida cumplía el
padre? ¿cómo se verían afectados los cargos sociales que desempeñaba el que
hora estaba difunto?
Muerte en
Manizales: entre el territorio político y el eclesiástico
Nuestra historiografía local y regional se ha ocupado en general
de los asuntos políticos en atención a las corrientes teóricas en las que se
formaron sus autores, y han respondido a ella los historiadores eclesiásticos
destacando, en una especie de historia biográfica, el papel de sus miembros y,
en una suerte de recuento descriptivo, el proceso de construcción de los
templos y los cementerios de los poblados. Algunos se han ocupado de ahondar en
las problemáticas relaciones entre la civitas
dei y la civitas terrena y, en
cambio, unos y otros se han agazapado en sus orillas para defender sus
posiciones. (Cavelier, 1988), (Groot, 1956), (Ramírez, 1917), (Restrepo, 1885).
La muerte en tanto tiene relación con la sociedad y con la
cultura, recibe atención del Estado y de la Iglesia. Mientras el primero se
ocupa de la aplicación de las políticas de higienización y de salud pública en
defensa de la sociedad, la institución eclesiástica, administra sus territorios
y, por su misión pastoral, asiste las necesidades espirituales de su
feligresía. Especialmente, durante el periodo republicano, las relaciones entre
el Estado colombiano y la Iglesia católica pasaron por periodos de
entendimiento y de grandes diferencias cuando no han coincidido en asuntos de
interés común.
Antes que Manizales se fundara formalmente en 1849, el espacio que
comprendía entonces la aldea estaba ocupado por colonos que provenían de
pueblos del norte, entre ellos Sonsón y Salamina, pero especialmente de Neira.
No obstante, la historia formal de la Parroquia eclesiástica comienza en 1851
cuando se da apertura a los libros parroquiales. (ACMZ, enterramientos, libro
1º, folio 1) Ese año es significativo además porque se está produciendo una
guerra civil, y por el asesinato de Elías González, beligerante empresario de
tierras a la vez industrioso y comerciante que vehemente y violento. (AHM, libro 10, folio 40, oficio del 7 de abril de 1851)
Cada nueva población y en especial las que fueron fundadas al sur
del Estado de Antioquia construyó su iglesia y gestionó el nombramiento de un
sacerdote. Entre 1851 y 1868 esas iglesias y la de Manizales dependían
jerárquicamente de la Diócesis de Antioquia, la misma que fuera trasladada a
Medellín en 1868 y restituida en 1872. Desde ese año las parroquias del sur de
Antioquia quedaron dependiendo de la Diócesis de Medellín hasta 1900 cuando se
crea la Diócesis de Manizales con territorios de la de Medellín y la de
Popayán. (Bronx, Piedrahíta, 1966)
Debido a las dificultades de atención espiritual a territorios tan
bastos, se dividieron las Diócesis en vicarias que agrupaban estratégicamente
las parroquias para facilitar su inspección. Durante el tiempo en que la
parroquia de Manizales perteneció a la Diócesis de Antioquia, la Vicaria de la
que dependía era la de Sonsón. Después, con la organización territorial que
supuso el traslado y posterior restitución de la Diócesis de Antioquia hasta y
desde Medellín, se creó una vicaría en Salamina que llevó el nombre de San
Bartolomé.
Desde la apertura de los libros parroquiales de Manizales en 1851
hasta 1901, los pastores diocesanos de los que dependió la parroquia fueron
siete: Domingo Antonio Riaño Martínez (1855-1866) del Obispado de Antioquia,
Valerio Antonio Jiménez, del Obispado de Medellín – Antioquia (1868-1873) y,
José Joaquín Isaza Ruíz, José Ignacio Montoya Palacio, Bernardo Herrera
Restrepo, Rafael María González y Joaquín Pardo Vergara, del Obispado de
Medellín (1873-1901). De ellos visitaron la parroquia Domingo Antonio Riaño en
1858, José Joaquín Isaza Ruíz, dada su calidad de Obispo de Evaría y coadjutor
de Monseñor Valerio Antonio Jiménez, en 1870, Bernardo Herrera Restrepo en 1887
y Joaquín Pardo Vergara en 1893. (Bronx, Piedrahita, 1966)
En calidad de vicarios foráneos rindieron informe de visita
Francisco Antonio Isaza (1869), José María Cadavid (1870, 1871, 1872), Antonio
Nereo Medina (1873, 1875), Baltasar Vélez V. (1878), Francisco J Rodríguez
(1880) y José Joaquín Barco (1882, 1883, 1884). (APSL, serie providencias
pastorales)
La administración de la Iglesia Parroquial de Manizales, que a
partir de 1867 recibió el nombre de Nuestra Señora de Chiquinquirá de
Manizales, (ACMZ, libro 2º, folio 14v) la compartieron como titulares del
privilegio los presbíteros Bernardo José Ocampo Giraldo y Gregorio Nacianceno
Hoyos Yarce. Durante los primeros años de la década de 1860 el Padre Ocampo fue
obligado a salir de la ciudad y se le vio asistiendo los oficios de las
parroquias de Nuestra Señora de las Victorias de Santa Rosa de Cabal, Nuestra
Señora de las Mercedes de San Francisco, la iglesia de Nuestra Señora de la
Pobreza del Distrito de María, (hoy iglesia de Nuestra Señora del Rosario de
Villamaría) y aún recorrer los campos y celebrar en la capilla de Nuestra
Señora de la Cueva Santa, construida en un terreno de su propiedad, en la
fracción de Morrogordo, cerca de la cabecera de Manizales. (Sánchez, 2013,
824-836)
Entre 1851 y 1878 fue titular del privilegio
parroquial el padre Ocampo. Durante su obligada ausencia, entre 1862 y el año
de su muerte en 1878, la parroquia fue administrada por un conjunto de por lo
menos doce sacerdotes interinos, coadjutores o excusadores entre los que se
encuentran: el Fraile Elias de Jesús Álvarez en 1862, el cura excusador Pedro
Antonio Rojas en 1863, Juan C. Posada y José Joaquín Baena en 1864, José
Agustín Aranda en 1865, el cura excusador Emigdio Marín en 1866 y José Joaquín
Baena entre 1866 y 1878 cuando es reemplazado por el sacerdote José Dolores
Córdoba, le sigue José Joaquín Baena hasta 1881 cuando asume en calidad de Cura
propio el presbítero Gregorio Nacianceno Hoyos quien permanece en tal condición
hasta 1901 cuando toma posesión como primer obispo de la diócesis de Manizales.
Entre 1881 y 1901 el padre Hoyos fue reemplazado en sus funciones por el sacerdote
Higinio de Jesús Correa en 1890 y por José Joaquín Barco en 1901. A partir de
1902 era cura propio del presbítero de Manizales el padre Nazario Restrepo
Botero. (ACMZ, serie enterramientos, 1851-1901)
De acuerdo con los mandatos del concilio de
Trento (DDC, 1854, 82 y 989), refrendados en las actas sinodales neogranadinas
(CPNG, 1869) y ordenadas al cuerpo sacerdotal mediante diversos decretos
diocesanos, se debía dar apertura formal a los libros parroquiales los cuales
consistían fundamentalmente en libros de partidas de bautismos en los que se
consignaban el nombre, el género, la relación de legitimidad con sus padres y
el compromiso de los padrinos. Los libros de partidas de matrimonio en los que
se registraban el nombre de los contrayentes, el de los padres y su relación de
legitimidad y demás requisitos que alertaran
de la posibilidad de adulterio de alguno de los novios o notificaban de
la salvedad otorgada a ellos por la cercanía familiar. Los libros de enterramiento,
en los que se registraba el nombre del difunto, el género y la condición de
adulto o de párvulo, el estado de legitimidad o de estado civil, el momento del
fallecimiento, los sacramentos otorgados y algunas indicaciones que, a juicio
del sacerdote que firmaba la partida o del mayordomo encargado del registro, estimaran
necesario anotar.
En esencia estos libros eran registros de
administración de sacramentos, por eso se conformaban otros en formas de
listados como los que se hacían con los nombres de los confirmados por el
Obispo cuando efectuaban las visitas pastorales, este sacramento era más
restringido por la excepcional ocasión de las visitas, a esa ceremonia acudían
personas desde las zonas rurales más distantes de la población. Los sacerdotes
debían observar que se encuadernaran también el conjunto de las providencias
pastorales como se les llamaba a las actas de visitas de los obispos o vicarios
delegados. Complementaban el archivo parroquial los libros de fábrica que
contenían los movimientos contables y otros tantos como el listado de
parroquianos o padrón eclesiástico. En la práctica esos libros cumplían también
la función notarial durante el siglo XIX, ya que las funciones del registro
civil se definieron más tarde.
Por más que se aprecia el rigor con el que se
construyeron estos registros, se encuentran algunos llamados de atención por el
desorden, la perdida de las boletas para el registro, el traspapelamiento o el
retardo del mayordomo para pasar los informes. Curiosamente las anotaciones que
indican el anormal registro, se produjeron a partir de 1881 cuando estaba en
posesión de la parroquia el presbítero Nacianceno Hoyos, lo cual refleja la
escrupulosidad de su trabajo, aunque algunas veces la causa del descuido en el
asentamiento de las partidas escapara a su control:
Nota: Las cinco partidas
siguientes, no están en su respectivo lugar, porque a causa de la usurpación
del cementerio por la autoridad civil hai muchos cadáveres que se sepultan sin
que el párroco ni ninguno de sus agentes tengan conocimiento del hecho y cuando lo averiguan está ya alterado el
orden. Sirva esta nota para disculpar muchas alteraciones que hai en el orden
cronológico. G Nacianceno Hoyos. Pbro. (ACMZ, entierros, libro 3, folio 83v)
El trabajo de registro funerario en los libros
parroquiales, fue aprobado por los vicarios foráneos y por los mismos obispos.
Se presume que la alternancia de sacerdotes excusadores y coadjutores en
aquellos tiempos fue la causa por la que algunas partidas de 1869 fueron
dejadas sin firmas.
Visitado: Faltan las firmas en las tres hojas primeras de este
libro, i se advierte que dichas faltas no pertenecen al señor Pbro. Baena
actual Cura de esta parroquia. Francisco Antonio Isaza. Vicario Foráneo. (ACMZ,
entierros, libro 2, folio 41)
Administración
de la muerte en Manizales durante el siglo XIX
Durante el siglo XIX en Manizales fallecieron alrededor de trece
mil novecientas personas. Muchos de los primeros pobladores y sus fundadores
rindieron sus vidas en esa aldea fundada en 1849. El censo de población de 1851
registró 2.804 habitantes, en 1870 ya eran 10.562 y en 1883 la población
ascendía a 14.603 personas que llegaron en su mayoría a la ciudad provenientes de
Chinchiná, Pácora, Villa de la Purificación, Aguadas, Ambalema, Sonsón,
Sopetrán, Cauca, Santander, Cartagena, Quito, Palestina, Rionegro, Medellín,
Pereira, Soledad, Antioquia, Aldea de María, Guarne, Abejorral, Neira, Hato
Viejo, Paraje de naranjal, Envigado, Bogotá, Manzanares, Palmira, Victoria
(Tolima), Santa Rosa de Osos, Santa Rosa de Cabal, San Vicente, Marinilla,
Honda, Salamina, Filandia, Boyacá, Cali, Andes, Cundinamarca, Buga, San
francisco, Pasto.
Naturales de Manizales fueron casi diez mil los difuntos. El 60%
eran párvulos y el 40% adultos. Según su género el 52% eran de sexo masculino
en tanto que el 48% eran del femenino. De los adultos el 51% eran casados al
momento de su muerte, el 31% eran solteros y el 18% viudos. Entre los párvulos
y los solteros el 81% eran legítimos y el 19% ilegítimos. Del total de difuntos
el 71% fueron sepultados un día después de su muerte, el 24% el mismo día y el
5% más de dos días después. El 96% recibieron algún tipo de asistencia
espiritual mientras que el 4% no accedieron a ninguno de los sacramentos. A los
moribundos se les administraron 16.281 sacramentos, el 40% fueron de la
confesión, el 37% extremaunciones, 22% comuniones y 1% viáticos.
De acuerdo con lo anterior, la mayor mortalidad durante el periodo
de 1851 a 1901 fue la de párvulos, lo que se explica por las deficientes condiciones
de higiene con las que contaba la población. Los registros de la época dejan
ver además las acciones de policía tendientes a mejorar los sistemas de
conducción de aguas, eliminación de deshechos, la prohibición de la crianza,
alimentación y mantenimiento de cerdos en las calles aldeanas. Los partos eran
atendidos por parteras y comadronas, expertas en el arte de ayudar a traer
niños al mundo. El acceso a la atención médica o clínica estaba limitado por la
escasez de médicos, por las distancias que se recorrían en un mundo con
topografía difícil y los regulares caminos que debían recorrer las personas de
una sociedad primordialmente rural. Esta situación explicaría que en las
partidas de defunción se informara acerca de enfermedades como gota, hidropesía,
sífilis, úlceras, epilepsia, hígado, tifo, sarampión, disentería, etc., como
causas de muerte y también como novedad, en 1886, sobre decesos ocurridos en el
hospital de Manizales. Las condiciones higiénicas también explican el momento
en que fueron sepultadas las personas, pues aunque lo normal fue que lo
hicieran al día siguiente de su muerte (74%), de todos modos el alto porcentaje
(24%) de los enterrados el mismo día de su muerte explicarían la urgencia de
hacerlo en las razones de higiene y, el 4% restante, representan las
dificultades en la localización de cadáveres perdidos en los ríos y en los
campos de batalla y también en que durante los periodos de guerra y de las
criticas relaciones entre la Iglesia católica y el Estado, los templos permanecieron
cerrados y los registros se hicieron después.
Entre los adultos los hombres, especialmente los casados, fueron
proclives a morir en mayor cantidad que las mujeres. Aunque hombres y mujeres,
lejos de las muertes causadas por enfermedad, estuvieron expuestos a fallecer
accidentalmente por ahogamientos al cruzar un río, la caída de un árbol o en un
derrumbe, se piensa que los hombres estuvieron más expuestos a los peligros que
implicaba salir de la casa a un mundo hostil. Además de las causas por
enfermedad, accidentales o violentas, los hombres de todo estado civil fueron enviados,
obligados o como voluntarios, a la guerra. Las partidas de defunción muestran
significativos casos de soldados muertos en las guerras de 1860, 1876 y al fin
del siglo XIX, en los que se agregó una lacónica nota que reza: “murió en la
guerra”, “caído en el campo de batalla” o “murió en defensa de las autoridades
legítimas”.
Manizales, provincia fronteriza de Antioquia que entonces lindaba
con el Estado del Cauca, acogió todo tipo de personas que cruzaban en busca de
fortuna, huían de las autoridades o de las guerras o buscaban refugio allí.
Aunado a ese hecho la preocupación de la Iglesia por formar un pueblo católico,
que se ocupó desde temprano por contar con un guía espiritual, que atendiera la
capilla, el cementerio y asistiera espiritualmente a su feligresía, reflejó en
sus registros de mortalidad un índice de 81% de legitimidad que explicaría de
algún modo la fidelización con los principios doctrinales de la Iglesia
católica. El 19% restante, sin embargo, muestra el número de personas que
nacieron fuera del matrimonio eclesiástico, muestra quizás del ambiente caótico
que algunas veces vivió la ciudad, pero también de las rígidas reglas que
practicaba la Iglesia desde el Concilio de Trento por vía del Catecismo Romano
o de sus versiones como la del Catecismo del Padre Astete e, incluso, de los
acuerdos del Concilio Provincial Neogranadino celebrado en Bogotá en 1868. Como
fuera se establecía que aunque las parejas vivieran en un matrimonio de hecho,
sus hijos fueron considerados ilegítimos.
Administración
de los sacramentos a los moribundos en Manizales del siglo XIX
Aunque como se dijo antes la inmensa mayoría de los moribundos
(96%) recibieron algún tipo de sacramento (40% confesiones, el 37%
extremaunciones, 22% comuniones y 1% viáticos), es interesante revisar las
razones por las cuales el 4% de ellos no accedió a ninguno de ellos.
En general las razones son atribuibles al sacerdote, a los
familiares y al propio moribundo. Entre las obligaciones del Cura se
encontraban la de administrar los sacramentos a los moribundos, aunque esto
supusiera poner en riesgo su propia vida. Este mandato los obligaba a ser muy
diligentes para atender los llamados de sus feligreses y para consignar las
razones que explicaran la falta de sacramentos al momento de la muerte. Así
pues, cuando ellos mismos se encontraban enfermos, estaban fuera de la
parroquia atendiendo a otros fieles o fuera de su territorio por mandato o con
permiso del prelado, eran las principales razones que ellos tuvieron para no
atender a las personas fallecidas en sus últimos momentos de vida.
Las faltas de los familiares se resumían en su demora para avisar
al sacerdote o por no llamarlo. También una confluencia de circunstancias como
las dificultades del camino que impedían que el Cura llegara a tiempo o que el
moribundo muriera en el camino cuando se le trasladaban al pueblo. De cualquier
forma, aquella sociedad manizaleña, profundamente creyente en los dogmas de la
fe católica, intentaron lo posible para que sus seres queridos no abandonaran
el mundo sin algún auxilio espiritual. Cuando las condiciones eran propicias,
aún cupo la imposibilidad de la persona para recibir los sacramentos: no era
posible la confesión si el enfermo había perdido el habla pero en esas
circunstancias tampoco era posible la absolución; no se podía recibir la
comunión si la persona no era capaz de deglutir el alimento y tampoco se le
podía administrar la extremaunción si el moribundo había perdido la conciencia,
condiciones todas señaladas en las actas de Trento y recogidas entre otros por
el código canónico de 1858. Pero hubo también quienes se negaron a recibir
sacramento alguno porque, según se consignó, eran fatuos.
Epilegómenos
La información expuesta evidencia que en Manizales hubo más
personas fallecidas que en cualquier otra población de la provincia del sur de
Antioquia debido a tres factores: primero por haber sido una aldea y luego
ciudad de frontera que atraía a todo tipo de personas, algunas en busca de
fortuna y medios económicos y otros huyendo de la justicia y de las
confrontaciones bélicas tan comunes en el siglo XIX. En segundo lugar porque,
en tanto ciudad de frontera, Manizales fue lugar de batallas y por tal motivo
contó con una población flotante que en ocasiones, como en la guerra de 1876,
incrementó la población hasta doblar la que normalmente poseía. Y en tercer
lugar, porque su desarrollo económico la llevó a ser una de las poblaciones de
más rápido crecimiento en Antioquia y tal vez en el país. En tal sentido, un
mayor número de habitantes reflejó también un mayor índice de mortalidad.
Aunque entre 1851 y 1901 las relaciones entre la Iglesia Católica
y el Estado colombiano fueron particularmente conflictivas, no fueron razón
para que la mayoría de la población tuviera adscrita sus creencias religiosas a
los dogmas de la fe católica. En tal sentido la Institución eclesiástica, que
debatió con el Estado colombiano aspectos relacionados con el matrimonio, la
educación y los cementerios entre otros muchos asuntos, mantuvo su poder en la
mentalidad de la población en donde sembró el dogma católico y la ética
cristiana que orientó el comportamiento de los creyentes en las escuelas y,
sobre todo, en los pulpitos de las iglesias.
Puesto que la transformación del mundo europeo, con la irrupción
de las nuevas ideas derivadas de la revolución francesa y de la revolución
industrial, puso en posición crítica a la propia institución papal, y que el
trabajo sin precedentes del Papa Pio IX para la protección de la Iglesia
católica de la irrupción de las ideas liberales, como quedó consignado en el Syllabus, llevó incluso a que se
convocara en 1868-1869 el concilio Vaticano I, de todos modos las gentes que
vivieron durante la segunda mitad del siglo XIX siguieron practicando su vida
espiritual bajo los designios del concilio de Trento del siglo XVI.
En lo que concierne a las prácticas rituales de la muerte, el
concilio de Trento reguló el proceso de preparación del alma para asistir al
tribunal divino y alcanzar las promesas de la vida en el otro mundo. Para
garantizar que así fuera, el papel de los sacerdotes fue vital tanto para gestionar
los sacramentos de última hora como para administrar la muerte, es decir, la
Iglesia se preocupó por saber cuántos morían, quiénes, en qué condiciones de
estado, de legitimidad, su condición espiritual y, eventualmente, las
circunstancias que rodearon los decesos.
Sin embargo, esta información que quedó consignada en sus
registros parroquiales, puede leerse en su sentido objetivo y también por los
silencios que las propias partidas guardaron. En este sentido se destacan dos
aspectos que podrían ser susceptibles de investigaciones posteriores, en primer
lugar, la demostración que ofrecen los documentos consultados sobre la mayor
mortalidad en hombres casados, más allá de examinar sus causas, revela el papel
de las mujeres viudas en la conformación de la vida de la ciudad o, si se
quiere, en la consolidación de la colonización antioqueña cuyo mito le da un
papel protagónico a los hombres. En efecto, habrá que saber cómo las
defunciones obligaron a las viudas y a los huérfanos a replantear sus vidas
para hacer de la sociedad manizaleña lo que fue después.
De otra parte, las partidas de defunción de los primeros cincuenta
años sólo dan cuenta de un suicidio, forma de muerte condenado por el concilio
de Trento y que generaba exclusiones sociales a los dolientes y familiares, así
fallecidos, por la sociedad de entonces, en este caso la averiguación del
sacerdote concluyó en un suicidio involuntario que le evitó a los allegados de
la difunta un sufrimiento mayor al de la trágica forma de muerte. De todas
maneras, resulta curioso el significativo número de fallecidos que entraron en
estado de locura antes de su muerte, sería acaso una forma de ocultar la
perdida de la vida por suicidio y si así fuera ¿cuáles pudieron haber sido sus
causas?
Fuentes
documentales
ACMZ, Archivo Catedral de Manizales, serie libros de
enterramiento, 1851-1901.
ACMZ, Archivo Catedral de Manizales, serie libros de
enterramiento, libro 2º, folio 14v.
ACMZ, Archivo Catedral de Manizales, serie libros de
enterramiento, libro 3º, folio 83v.
ACMZ, Archivo Catedral de Manizales, serie libros de
enterramiento, libro 2º, folio 41.
AHM, Archivo Histórico de Manizales, libro
10, folio 40, oficio del 7 de abril de 1851 en la que se ordena la aprehensión
de los sospechosos por el asesinato de Elías González.
APSL, Archivo Parroquia de la
Inmaculada Concepción de Salamina, serie providencias pastorales.
Bibliografía
·
ARANGO Villegas, Rafael, “Cómo narraba la Historia Sagrada el
maestro Feliciano Ríos”, en: ARANGO Villegas, Rafael, Obras completas, Armenia, editorial Quingráficas, 1979, páginas
279-284.
·
___________, “Muerte y peregrinaciones ultraterrenas del maestro
Feliciano Ríos”, en: ARANGO Villegas, Rafael, Obras completas, Armenia, editorial Quingráficas, 1979, páginas
383-402.
·
ARIÈS, Philippe, Historia de
la muerte en occidente. Desde la edad media hasta nuestros días, Barcelona,
El Acantilado, 1975.
·
___________, El hombre ante
la muerte, Madrid, Taurus, 1977.
·
___________, “Actitudes ante la vida y la muerte en los siglos
XVII al XIX” en: Ensayos sobre la memoria
1943-1983, Bogotá, editorial Norma, 1996, páginas 359-368.
·
BLASCO Cruces, Diego, La
historia de la muerte. Creencias y rituales funerarios, Madrid, Editorial
Libsa, 2010.
·
BON, Henri, “La muerte”, en: BON, Henri, Compendio de medicina católica, Buenos Aires, 1940, páginas
191-204.
·
BRONX, Humberto; PIEDRHÍTA, Javier, Pbro, História de la Diócesis de Medellín, Medellín, Arquidiócesis de
Medellín, 1966.
·
BURKE, Peter, “La tercera generación” en: La revolución historiográfica francesa. La escuela de los Annales:
1929-1989, Barcelona, Gedisa, 2006, página 77.
·
CARRASQUILLA, Tomás, “En la diestra de Dios Padre”, en: CARRASQUILLA, Tomás, Cuentos, Bogotá, Alfaguara, 2008,
páginas 39-62.
·
CAVELIER, Germán, Las
relaciones entre la Santa sede y Colombia, Bogotá, Editorial Kelly, 1988.
·
CPNG CONCILIO Primero Provincial Neogranadino, Actas y decretos, Bogotá, Imprenta Metropolitana, 1869.
·
DICCIONARIO de derecho canónico, París, Librería de Rosa y Bouret,
1854.
·
ELIAS, Norbert, La soledad
de los moribundos, México, Fondo de Cultura Económica, 2009.
·
FOUCAULT, Michel, Defender
la sociedad, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1997, página 220.
·
GROOT, José Manuel, Historia
eclesiástica y civil de la Nueva Granada, Bogotá, Ministerio de Educación
Nacional, 1956.
·
RAMÍREZ Urrea, Ulpiano, Apuntes
para la historia del clero y persecución religiosa en 1877, Medellín,
Tipografía San Antonio, 1917.
·
RESTREPO, Juan Pablo, La
Iglesia y el Estado en Colombia, Londres, Gilbert and Rivington, 1885.
·
SÁNCHEZ Jaramillo, Luis Fernando, “Estudio crítico de la
historiografía sobre el primer cura párroco de Manizales”, en: Archivo
Historial. Órgano del Centro de estudios históricos de Manizales y de Caldas, Manizales,
época IV, Nº 87, marzo de 2013, páginas 824-836.
·
THOMAS, Louis Vincent, Antropología
de la muerte, México, Fondo de Cultura Económica, 1975.
·
__________, La muerte: una
lectura cultural, Barcelona, editorial Paidos, 1983.
·
VOVELLE, Michel, Mourir
autrefois, Attitudes collectives devant la mort aux XVIIe et XVIIIe
siècles, Gallimard, 1974.
·
__________, Ideologías y
Mentalidades, Barcelona, Ariel, 1985.
·
____________, L’heure du
grand passage. Chronique de la mort, Gallimard, 1993.
·
YANKÉLÉVITCH, Vladimir, Pensar
la muerte, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2004.
[1] Este artículo
se basa en la tesis doctoral denominada Territorialización
de la muerte en una región de frontera. Antioquia – Cauca. 1851-1902,
escrita por el autor para el Doctorado de Historia de la Universidad Nacional
de Colombia sede Medellín.
[2] El autor es
docente investigador del Grupo de Investigación Territorialidades y del
Instituto de Investigaciones en Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad
de Caldas.
(Publicada en: Revista de la Academia Colombiana de Historia Eclesiástica No. 52 , 2015)