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LA OCULTA ILUMINADA



 Por Pablo González Rodas, Ph.D
Profesor Emérito
West Virginia University

 RESUMEN

En su novela La Oculta, Héctor Abad Faciolince hace una remembranza sobre la raza emprendedora y visionaria que al pasar de los años convertiría a Antioquia la Grande en la gestora de la colonización de las fecundas y progresistas tierras del Viejo Caldas, el Valle y Cauca y el Tolima.

Asimismo, revive la cruenta época de la violencia política y económica que embargó a Colombia, con los amedrentamientos, las incursiones nocturnas, los incendios y asesinatos y la implantación de ese régimen del terror que llevó a los habitantes de los campos y de los pueblos a huir a la gran ciudad y que desintegró familias y pueblos.

Es la novela de la familia del autor, que se establece en lo alto de una colina cerca a un lago, en una casona levantada con amor y ahínco por sus antepasados.

Palabras clave: Finca La Oculta, colonización, Jericó (Antioquia), vida rural, familia.





Héctor Abad FAciolince, autor de La Oculta



Con motivo del viaje inesperado de Nueva York a Medellín, debido a la muerte de Anita, su madre, Antonio vuelve a reencontrarse con su pasado y el de su familia. La Oculta, cordón umbilical de toda la familia es un relato novelesco en el que se intercalan dos tiempos: uno regresivo que lo lleva a recordar toda la épica de sus antepasados quienes desbrozaron tupidas montañas para establecerse en lo alto de una colina cerca a un lago, profundo y viscoso, en una casona levantada con amor y ahínco por sus antepasados y mantenida abierta impertérritamente por los tres hermanos. El tiempo progresivo es el de la última etapa, después de la muerte de la madre, cuando afrontan toda clase de dificultades y limitaciones, hasta que la zozobra implantada por la guerrilla llega a incendiar la casa y a buscar a Eva, la hermana que logró escaparse nadando valientemente hacia el extremo oscuro de la laguna y emprender su huida a Medellín con el temor de ser alcanzada por los bandidos, quienes querían asesinarla por no acceder a vender la propiedad a los facinerosos con la amenaza escrita: “Ustedes tienen que vender o vender la finca. Esta sona  (sic) no es para unas hijueputas viejas solas. O venden ustedes o venden los huerfanitos”.

Desde estas primeras páginas Abad Faciolince nos revive la cruenta época de la violencia política y económica que embargó a Colombia, con los amedrentamientos, las incursiones nocturnas, los incendios y asesinatos y la implantación de ese régimen del terror que llevó a los habitantes de los campos y de los pueblos a huir a la gran ciudad y que desintegró familias y pueblos. Era la fuerza del miedo que desencadenó los días más aciagos de la historia reciente de Colombia, bajo cuyas consecuencias  aún seguimos viviendo.

Es esta novela, como en Viaje a la Semilla, tipo Alejo Carpentier, donde toda una historia de una familia fundacional se desvanece, o bien un regreso a Comala, donde Abundio va en busca de Pedro Páramo, para encontrarse en un lugar habitado por almas en pena. De ese naufragio final el temple de Pilar mantiene la finca con la casona abierta, mujer centro de la familia, una Úrsula Iguarán antioqueña en lo recursiva y visionaria, siempre con los pies en la realidad. Era una casona llena de recuerdos en cuyo recinto se escuchaban los ecos del abuelo Josué y de la abuelita Miriam, y de su padre Cobo y su madre Anita.

Ante la muerte de Anita, Antonio dice apesadumbrado que “Desde que ella se murió sentí que la parte más sólida de mi vida se había desmoronado”, tal como le expresaba García Márquez a Vargas Llosa en Historia de un deicidio, rememorando la muerte de su abuelo: “desde entonces no me ha pasado nada interesante” en la vida.

La Oculta se convierte en el epicentro de la saga familiar, desde los remotos orígenes de la fundación de Jericó por los primeros pobladores, donde Antonio revisa sus apuntes viejos sobre los orígenes de la ciudad y de su familia, los Abad: “Jericó, el pueblo donde nacieron mi papá y mis abuelos y mis bisabuelos, los dueños de esta finca los que abrieron tumbando selva, moviendo piedras y quemando monte, que antes era lo único que había aquí desde el principio del mundo”. Y es en estas sentidas páginas dedicadas a la labor fundacional y colonizadora de estos primeros pobladores en las que Abad Faciolince rinde tributo a la raza antioqueña, a su empeño en poblar y domeñar la áspera y quebrada geografía del Suroeste antioqueño, de donde se partiera a abrir selva y llevar la civilización a todo el Suroeste y poblaciones de la Antioquia Grande.

Desde 1861, cuando Jericó se llamaba la Aldea de Piedras, según unos documentos, o Felicina, en otros, en estas montañas comienza a la par la historia de La Oculta, cuya escritura firmó y registró Isaías, hijo de Ismael Ángel y Sara Cano, nieto de Abraham Santángel y Betsabé Correa el dos de diciembre de 1886.

El autor hizo una concienzuda investigación sobre los orígenes de sus antepasados y de Jericó, sobre esta raza emprendedora y visionaria que al pasar de los años convertiría a Antioquia la Grande en la adalid de la colonización de las fecundas y progresistas tierras del Viejo Caldas, el Valle y Cauca y el Tolima, porque hasta dichas regiones llegaron a desbrozar monte con el hacha de los abuelos.

Me expresaba el gran Manuel Mejía Vallejo, jericoano ilustre, en una entrevista que le hiciera, que la mejor manera de ser universal era la de profundizar en lo propio y, en esta agradable novela, Abad Faciolince profundiza en lo propio, en lo nuestro. Hay un sentimiento de identificación y casi de mimetización con nuestra tierra, un amor en auscultarla y entenderla, en describirla y engrandecerla con el cual nos identificamos todos nosotros, porque en todo pueblo de Antioquia hay siempre una historia titánica que contar, una raza que exaltar, unos ideales que admirar. Todos, casi todos, tuvimos también en nuestras familias una finca para pasar nuestras vacaciones escolares, nuestras temporadas navideñas, nuestros días para, ya adultos, solazarnos en la nostalgia y los recuerdos.

“Yo, Antonio, tal vez el último de la estirpe que lleve el apellido Ángel, quiero reconstruir para mis hermanas, Pilar y Eva, y para mis sobrinos, ya que no tengo hijos, la historia de esta finca a la que estamos tan apegados como si fuera una parte de nuestro cuerpo. Sí, porque a La Oculta estamos aferrados con garras y dientes, como si fuera la última tabla de salvación de unos náufragos a la deriva del mundo”.

Y así, veladamente, entra el autor en la historia familiar, en los lazos fraternales que siempre los ha unido y que poéticamente recreara en su ya clásica novela, El olvido que seremos.

En las páginas dedicadas a Pilar, nos muestra a una mujer, hermana mayor, quien toma muy a pecho la historia de la familia y de La Oculta, una mujer decidida, firme, valiente, práctica, de buena memoria,

“no como Toño, que como no se acuerda de nada, entonces todo se lo inventa… Oye y cree, cree y escribe, escribe y piensa, y entonces inventa lo que no sabe y al tiempo a empieza creérselo: así es él. Es tan crédulo y tan ingenuo como los bobos o los locos del pueblo, y en ningún pueblo hay tantos bobos y tantos locos como en Jericó, porque al principio allá todos eran primos que se casaban entre ellos, y de ahí nos vienen todas las taras posibles e imposibles. Lo único que nos falta es la cola de cerdo, pero de resto: asma, epilepsia, esquizofrenia, miopía, artritis, hemofilia, lo que quieran”.

Qué buena caracterización de lo que en verdad es un escritor, una persona que investiga, que crea y recrea, que funde la realidad con la ficción, y para citar a Vargas Llosa quien afirma que “el escritor es un gran mentiroso”, la ficción es una gran mentira, porque los buenos escritores son visionarios e iluminados, con sus bobadas y sus locuras desde el punto de vista del lector corriente. El escritor, refiriéndonos una vez más a Vargas Llosa en su novela El hablador, es la encarnación y el fuego de la palabra, con su discurso da vida y solidez a la tribu, es la palabra fundacional, es la voz del pueblo.

Frente a Pilar, tradicional, religiosa y rezandera como su esposo Alberto, está Eva, la hermana menor, quien se había casado tres veces y había tenido tantos novios, malos y regulares, jóvenes y viejos, judíos y cristianos, como para perder la cuenta. Fue ella, Eva, quien recibió la orden de vender la finca de parte de unos tipos entre traquetos, ladrones, mineros ilegales y paramilitares, quienes se iban apoderando de la tierra a la fuerza en Támesis, Salgar y Jericó, para sembrar coca y amapola, para montar cocinas y laboratorios, para sacar oro ilegalmente y llenar de mercurio las quebradas. Todos sabemos la muy triste historia de nuestra Antioquia y de nuestra Colombia, de esos días en los que la vida no valía nada, cuando los labriegos y campesinos pasaron a deambular como entes por las calles de las ciudades. Eva es amante de la lectura y recuerda una anotación a un libro que había leído su papá:

“Así es como debía ser la literatura: repleta de acción, sin espacio para los clichés y las meditaciones sentimentales… La literatura debía volver al estilo de la Biblia y de Homero: acción, suspenso, imágenes, y sólo una pizca de juegos mentales. Tener en las manos el libro me hace revivir, me ayuda a recordar exactamente lo que pasó después”, agrega Eva y de ahí el valor del libro en general y de esta novela en particular, en recordar y reconstruir nuestro pasado, en volver a nuestros pasos perdidos de Carpentier o de El Tiempo perdido de Proust. Nosotros somos más pasado que presente ante un futuro incierto. Y un buen escritor nos lleva cual Dante bajo la tutela de Ovidio, al Paraíso perdido.

En el pasado enmarcado por La Oculta están dos familias fundacionales: los Echeverris, de origen vasco, y los Santamarías, de posible origen judío converso, marrano. Recibieron esas tierras de la orilla occidental del río Cauca, de parte de los republicanos por haber sido aliados del Ejército Libertador.  En sus comienzos negociaron con oro fundido que llevaban sin declararlo a Curazao para regresarse con mercancías de contrabando. La segunda generación de estas dos familias optó por poblar estas tierras y por atraer parejas de jóvenes colonos, ambiciosos, trabajadores y prolíficos; entre ellos Isaías Ángel, nacido en el Retiro en 1840, casado con la hija del zapatero, Raquel Abadi, cuyo apellido terminó siendo Abad cuando la registraron en el libro más antiguo de nacimientos y bautizos de Jericó.

Antonio recibió una buena educación y llegó a tocar muy bien el violín. Ya adulto se fue a vivir a Nueva York en busca de libertad. “No, yo me vine a Nueva York para salir de Medellín, para salir de Antioquia, que es un lugar con un encanto tosco, pero real, y al mismo tiempo un sitio asfixiante, clerical, intolerante, racista, homófono, conservador”. En la Gran Manzana encuentra a Jon, de quien se enamora, con toda el alma y con todo el cuerpo, el gran amor de su vida. Este aparte de la novela es el de la liberación de los prejuicios familiares, sociales y culturales respecto al homosexualismo. Con Jon vivió unos años muy felices; se querían tiernamente y se respetaban plenamente. Jon era su paño de lágrimas en los momentos de nostalgia por La Oculta, y todos los años viajaban de Nueva York a la finca donde Jon, brillante pintor y artista, pintaba  bellos paisajes de la finca, del lago, de un modo realista, figurativo. Jon mismo lo entusiasmaba a vender La Oculta y comprar una cabaña en Vermont pero Antonio no encontraría nada que reemplazara a La Oculta. 

Su nostalgia era por la finca tutelar, no por Colombia o Medellín “que es una olla de presión de humos fétidos y un matadero, un hervidero de desplazados, mendigos e indigentes”. Qué realidad más desgarradora y cruenta, pero Medellín dejó de ser la tacita de plata de mediados del siglo XX para convertirse en una ciudad plagada de desplazados, víctimas de la prostitución, las drogas y la violencia. Dolorosamente es la degradación de los valores tradicionales, del trabajo honesto, del respeto a la propiedad, de la buena convivencia y del progreso.

Con sentido dolor el autor reflexiona sobre el deterioro de nuestra ciudad y de nuestra sociedad:

“Uno va en carro por la autopista que bordea el río, admirando las increíbles flores anaranjadas de los cámbulos, y de repente empieza a ver, a la izquierda, un infierno de seres que parecen salidos del Infierno de Dante, mujeres sucias que se bañan con el agua mefítica del río, hombres en greñas que fuman bazuco, niños que aspiran pegante, parejas que defecan y se aparean en la calle, como animales, y todo es un espanto, una vergüenza para la tal ciudad pujante, limpia, innovadora, la tacita de plata convertida en olla podrida”.

Cuadro humano por demás desolador pero real, que el escritor no evita darnos, poniendo el dedo en la herida, y previniéndonos de lo que vendrá. Porque el progreso no se mide en edificios, autopistas, metro, aeropuertos sino en justicia social, en educación, vivienda, trabajo y oportunidades para todos. Esa ciudad de

“cuyo centro cultural y educativo más prestigioso echaron a mi papá del hospital, dizque por radical y partidario del sindicato y de los comunistas. Él no era exactamente comunista, pero no le chocaban tanto Fidel Castro y los sindicatos, y decía que los de la guerrilla, en algunas de las cosas que pedían, no estaban equivocados, por ejemplo en eso de la reforma agraria y la repartición de las tierras a los campesinos”.

Bien sabemos que su padre pagó con la vida sus postulados liberales e igualitarios; que quien enarbola la bandera en defensa de los desprotegidos y del pueblo, paga con la muerte su noble idealismo. Como decía Don Antonio Machado en Los cuadernos de Juan de Mairena: “en caso de duda, hazte del lado del pueblo y nunca te arrepentirás”.

Con Jon alcanzó Antonio una bella relación y obtuvo que en el museo MAM de Medellín hiciera una exposición que fue muy bien recibida, y tras de conocer al doctor Ojalvo, quien había sido capaz de montar un museo de arte contemporáneo en Jericó, pensó en donarle su colección. Quienes conocemos el Museo que el Dr. Ojalvo organizó y actualmente dirige, sabemos de la envergadura cultural de esta obra y de su importancia para el Suroeste antioqueño.

Por Jericó y La Oculta pasaron personajes reconocidos en la historia local y de las letras como el sueco Carlos Segismundo von Greiff, encargado de trazar las calles, acompañado de uno de sus hijos, Bogislao, quien sería el abuelo de nuestro gran poeta León de Greiff. En La Oculta desafortunadamente se ahogó, en 1985, el poeta nadaísta Amilkar Osorio, Amilkar U, joven promesa de la poesía colombiana. Allí mismo se ahogó también el primo de Antonio, Carlos Fernando. Nos cuenta también el autor la historia de los “dos caínes”, los dos hermanos Trejos oriundos de Envigado, quienes se disputaron a machete los amores de una jovencita en la Aldea de las Piedras, quienes en la pelea se fueron desangrando poco a poco hasta morir ambos, y fueron los primeros en inaugurar el cementerio.

Nos informa también el autor de la anécdota de la Madre Laura que cada noche rezaba por el militar liberal que había matado a su padre, y la del abuelito Josué, el primero en su familia en declararse liberal públicamente y masón, por lo que lo excomulgaron en Jericó. En protesta por la excomunión se metió en la iglesia a caballo como un acto de independencia y profanación, anécdota similar narrada por Mejía Vallejo en La Casa de las dos Palmas.

De interés costumbrista es la dieta que decía su abuelo le habían enseñado en la escuela, de que había que pensar en la bandera de Antioquia y de Colombia:

“Hay que comer algo blanco (como arroz, arepa, mazamorra, leche, queso), algo verde (verduras y ensaladas), algo rojo (frisoles, carne, frutas chocolate), y algo amarillo (huevos, plátanos, chócolos, yuca, arracacha, papas, más frutas)… El azul no era más que el agua pura y limpia de los nacimientos de la montaña, que no estuviera contaminada por caca de hombres ni cagajón de animales”.

También nos detalla la vestimenta según los documentos de la época:

“Los hombres llevan pantalón y un saco largo de manta, que es una tela de algodón, sombrero de paja, jipijapa, que se elabora en el país (Aguadas y Sopetrán), más la ruana y el indispensable carriel. Las mujeres llevan faldas cortas y los mismos sobreros que los hombres, el pelo les cae en largas trenzas sobre la espalda. Algunas llevaban pañolón de merino negro con largas mechas de seda negra. Todo el mundo anda descalzo, ricos y pobres, y sólo se ponen zapatos, que les aprietan y estorban, para ocasiones muy especiales”.

El que Jericó sea un pueblo cafetero viene del cura visionario, padre Cadavid, quien repartió matas a muchos campesinos, a quienes les enseñó cómo utilizar la semilla para crecer el cultivo. Y se inició la costumbre de imponer como penitencia la siembra ordenada de cientos de palos de café, y los más pecadores terminaron más ricos que los que nunca pecaban. Frecuentaban pues la casa de las tres putas (María Medallas, Malena y María Ester), quienes vivían en las afueras de la población.

El padre Cadavid llevó al pueblo la primera trilladora de café y ahí se encargaban de comprarles a los campesinos la cosecha. El abuelo Elías cosechaba, lavaba, pelaba, secaba al sol. “Todo eso yo lo he hecho con mis propias manos, siguiendo su ejemplo, lavando los granos con cariño, escogiéndolos a mano, descartando la pasilla, así que yo no siento ninguna culpa de haber sido un vago, un explotador o un aprovechado”.

Ya en la historia más inmediata el autor nos narra de la oposición a la minería en Jericó y zonas aledañas, con pancartas de Sí al agua, No a la minería, y constata del deterioro de la vida en Jericó, especialmente los fines de semana cuando la ciudad se llena de gente grosera, de bulla, de música estridente e incesante, de gente que creía que valían más porque su camioneta era más grande, sus caballos más briosos, sus fincas más ostentosas. Triste realidad que ya ha invadido a Jericó, donde hoy la plaza es un solo un desfile de cantinas y borrachos, y lo mismo está ocurriendo en otros pueblos representativos de Antioquia para que cerremos filas en su defensa. Es una voz de alerta antes de la hecatombe.

Los capítulos o apartes finales nos dicen del desánimo de la familia, del sentirse vencidos, cuando ya han ido envejeciéndose y no cuentan ni con las fuerzas, ni con la ilusión de conservar La Oculta.

Por varias razones iba llegando el triste final de La Oculta. No reunían los dineros para cubrir los gastos de su mantenimiento; las nuevas generaciones no sentían el afecto familiar o el apego por la finca; Jon le confesó a Toño que no viviría ni volvería a La Oculta, ni a Medellín, ni a Colombia. Eva llamó a Toño a Nueva York y lo convenció de vender su parte. Ya una vez vendida a unos comerciantes, desarrollaron una parcelación invasiva, habiéndoles dejado un terreno pequeño, y como dice Pilar:

“Es increíble: lo que no lograron hacernos ni las guerras civiles, ni la guerrilla ni los paramilitares, lo consiguieron los negociantes”. Dijeron que el  lago era un peligro para las casas de abajo y que debía vaciarse y secarse. Todo se llenó de insectos y de mal olor.

Hasta la comunicación entre la familia se volvió difícil: “Las frases son incómodas, inconexas, como dos goznes viejos y oxidados de una puerta que se abre poco y nunca le echan aceite”. Finalmente, Pilar reflexiona desengañada y le dice a Alberto: “Antes la dicha era esperar el amanecer y ver la vista; el día era la vida. Ahora solo es bueno cuando todo está oscuro y es de noche”.

Leer esta novela de Héctor Abad Faciolince es volver al pasado nostálgico de la Antioquia que se fue. De ver el desmoronamiento progresivo  de una propiedad fundacional familiar. El autor usando la técnica de los distintos puntos de vista o visión múltiple dados por los parlamento de cada uno de los personajes, en una narración  sencilla y poética que nos lleva a través de cada página en donde cada personaje nos comunica su relación personal y sentimental con la finca familiar. Abad Faciolince nos ha dado una maravillosa novela. Su investigación histórica, su interés antropológico, social y cultural por Jericó, su capacidad narrativa y envolvente, nos demuestran que Abad Faciolince es un autor maduro, profundamente arraigado en lo propio, quien con su palabra ha sabido dejarnos La Oculta iluminada.

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