COLONIZACIÓN ANTIOQUEÑA Y VIDA COTIDIANA
LAS CULPAS DE LA VIRGEN DEL ROSARIO
Por extraño que parezca, voy a
empezar este prólogo con las conclusiones de Colonización antioqueña y vida
cotidiana. Construcción de la región caldense, el libro cuya lectura quiero
recomendar. Su primer párrafo dice así:
El proceso conocido como colonización antioqueña
abarcó dos grandes períodos. El primero fue el desplazamiento colectivo de 1770
a 1874, durante el cual se formaron expediciones para establecer colonias,
incluyendo la formación de pueblos y el reparto de tierras. El segundo período
se caracterizó por la apropiación individual de la tierra a partir de la Ley 61
de 1874, sobre la adjudicación de baldíos nacionales.
Sé que la escueta información
contenida en los renglones precedentes puede ser matizada, complementada o
rebatida desde diferentes posiciones científicas, desde tradiciones y escuelas
que juzgan los hechos con otras perspectivas. Sé que historiadores diferentes a
Albeiro Valencia Llano, ajenos a su formación en Moscú, podrían plantear
hipótesis distintas sobre un fenómeno social que transformó la Colombia del
siglo XIX. Es más: sé que algunos discutirían la importancia de la colonización
antioqueña y manifestarían la necesidad de reducirla a sus justas proporciones,
a su carácter regional, y sé que hasta podrían tener la razón.
No soy quién para dirimir
semejantes debates, ni me interesa. Mi relación con el libro Colonización
antioqueña y vida cotidiana comenzó a principios de este milenio, aunque la
Universidad de Caldas publicó su primera versión, Vida cotidiana y desarrollo
regional en la colonización antioqueña, en 1997. En aquel entonces yo estaba
metido en camisa de once varas. Una beca del Ministerio de Cultura me obligaba
a escribir una novela centrada en el asesinato de Elías González, el miembro
más pendenciero de la Compañía González Salazar. Como se enterarán mejor en
este mismo libro, los miembros de esta compañía alegaban posesión sobre buena
parte de las tierras de lo que hoy es el departamento de Caldas, supuestamente
respaldados por una cédula real concedida al súbdito español José María
Aranzazu unos lustros antes de las luchas de independencia, heredada por su
hijo Juan de Dios Aranzazu, político destacado, fugaz presidente de la
República. Ya eran varios los jueces que habían tratado de resolver el litigio.
Los colonos que abrieron caminos, tumbaron selvas, levantaron casas, sembraron
campos y fundaron pueblos, se resistían a pagar por unas tierras que
consideraban suyas, en buena medida respaldados por las políticas sobre baldíos
del gobierno liberal de José Hilario López. El carácter recio de Elías González
lo llevó a presionar a sus rivales con medidas de hecho y los colonos
respondieron en 1851, asesinándolo a su paso por el puente sobre el río
Guacaica, entre Neira y Manizales.
Yo había leído este suceso en
otro libro de Albeiro Valencia Llano, Colonización. Fundaciones y conflictos
agrarios y con alguna información adicional, había delineado la trama y
esbozado los personajes suficientes para convencer al jurado de que podía escribir
la novela que prometía. Pero no la podía escribir. Apenas mi imaginación
intentó situarse en Salamina, a mediados del siglo XIX, me di cuenta de que
salvo algunas costumbres familiares, patrimonio de todos los caldenses, y las
pocas historias que escuché mal y con impaciencia de mis abuelos y mis padres,
la Colombia del siglo XIX era un misterio para mí, resumido en la manida
expresión de “La patria boba”, ilustrativa pero pobre, además de triste.
Entonces comencé el largo proceso de consultar libros y revisar artículos de
revistas, y con dificultades conseguí escribir una primera versión de la novela
prometida, ya toda una tortura para mí. Esa versión fue bien acogida por mi
tutor y pudo pasar a dormir en el fondo del cajón más oscuro de mi escritorio.
De la investigación me habían quedado fichas con muchos nombres propios, con
referencias a fundaciones, gobiernos, leyes y batallas, y un cúmulo infame de
panegíricos grandilocuentes y vacíos en homenaje a los prohombres de la raza
antioqueña. Escritos en alabanza de los ancestros y con una afición enfermiza
por la hipérbole, los adjetivos y las genealogías, rara vez contenían una línea
que sirviera para construir una escena, para inspirarme siquiera la elaboración
de un simple diálogo o precisar una descripción. Para mí, la cotidianidad del
siglo XIX antioqueño se desarrollaba entre los símiles y retruécanos de un
discurso pomposo.
Para acercarse a la concepción de
una novela histórica, un escritor necesita vislumbrar la vida de sus
personajes. Dos arrieros que debaten sobre la expulsión de los jesuitas por
parte del gobierno radical, no están gritándose en el limbo, están sentados en
una fonda caminera o sobre un tronco caído, en un cruce de caminos que desafía
las montañas. Beben algo, aunque sea tapetusa. Sus ropas y su forma de hablar
obedecen a su origen, también a sus posibilidades económicas, visibles en la
calidad de carrieles y sombreros. Afuera pasa algo con las mulas que han
arrastrado por las laderas y la muchacha que los atiende también está vestida
de alguna manera, para no pecar contra la verosimilitud y la moral. A la guadua
de las vigas y la esterilla de las paredes la deben acompañar algunos otros tipos
de madera, para solidificar la estructura de la casa y de la novela. Además de
la romántica luz de la luna, tienen que haber formas artificiales de
iluminación, aunque sean precarias, temblorosas, y por alguna especie de
tubería debe llegar el agua necesaria para apagar los posibles incendios y la
sed de los viajeros. Un Corazón de Jesús o una Virgen María cuelgan de un clavo
para santificar esa fonda ficticia.
Colonización antioqueña y vida cotidiana. Construcción de la región
caldense nos cuenta cómo vivían los antioqueños del siglo XIX en los
territorios al sur de Medellín, y lo hace con el detalle suficiente para
auxiliar a un novelista. Pero más allá de esa utilidad, nos permite conocer los
entresijos de unas existencias que fueron las nuestras, las que cimentaron lo
que somos, esas que formaron a nuestras familias y dieron razón a unos apellidos
y hacen que todavía una vieja tía anquilosada nos reprenda con la palabra
“niguatero”, y que en el pueblo de nuestros orígenes, ese al que solo volvemos
cuando no nos queda más remedio, a los huevos fritos del desayuno los acompañe
una arepa con manchas de carbón y una taza de chocolate negro o de claro de
maíz, y no un café, novedad cuya presencia apenas sobrepasa el centenario en
nuestras mesas.
Basándose en testimonios
directos, en trozos recogidos de memorias y declaraciones notariales, en documentos
que dormían el sueño de los justos en el archivo de alguna parroquia, y en
textos poéticos, ensayísticos y narrativos de escritores de todas las
condiciones, que supieron registrar sus tiempos con la fiel imaginación de los
entomólogos Albeiro Valencia Llano reconstruye un pasado que aún sobrevive en
poblaciones trepadas en las montañas, de las que todavía se sale después de
consultar el horario de las mulas, pero que para la mayoría de nosotros es
lejano rumor de infancia, narración desprevenida, a su vez recuerdo, en las
cansadas voces de los ancestros, en el testimonio feliz de la bisabuela ciega
que todavía toma agua de rosas para conservar la lozanía de la piel.
Valencia Llano permite que todas
estas tradiciones revivan con su sabor local, con la marca de lo propio. Es
claro en el texto que comparte este mundo, que no lo mira desde la superioridad
académica o intelectual, y que por ello se acepta que lo tienten el humor, las
digresiones astutas y la paráfrasis irónica como cuando, por ejemplo, habla de
la Patasola: “Nuestros campesinos cuentan que oyen sus quejidos infernales en
las noches tempestuosas y oscuras. Su quejido agudo y penetrante se expande en
la selva en medio de truenos, rayos y centellas”, nos recuerda que desde entonces
existen “las famosísimas píldoras de vida que servían para todo, hasta para las
penas del alma”, o consigna, con las muy ponderadas y castas explicaciones que
omito, “los mandamientos dejados por un pionero
colonizador del Quindío, a su hija, en vísperas de su matrimonio: Cree y
practica tus deberes religiosos (…), Nunca estés ociosa (…), Cuida de tu pudor
(…), Sé ordenada, hacendosa, económica (…), Sé siempre obediente (…), Si al
casarte fueras madre, siembra fe en tus hijos (…)”.
Así como puede contar la
cotidianidad de la colonización antioqueña en Caldas con gracia y cierta
socarronería, Valencia Llano también es capaz de aproximarnos a temas específicos
con suficiencia, claridad y concisión, y con la generosidad de quien no ha
parado de investigar y por tanto puede reelaborar sus ideas, matizar sus
conceptos.
Esas páginas de más nos regalan
las biografías de muchos de los protagonistas de siglo y medio de historia, y
sirven para enriquecer el capítulo en el que se ocupa de los empresarios que
construyeron el departamento de Caldas desde su empuje y visión económica, y
aquel otro, complementario, en el que cuenta el nacimiento y evolución de la cultura
del café, que trazan certeramente la ruta económica de la región, las
características personales y colectivas que propiciaron una bonanza que
enriqueció a pocos y en dimensiones considerables, pero que también proporcionó
bienestar a muchos otros a través de la generación de trabajos ligados a la
naciente agroindustria. Son también interesantes los apartes en los que se
habla de la importancia que llegaron a tener las trilladoras de café y como la electricidad
de más que se generaba para alimentarlas, se usó para iluminar el parque Sucre
de Manizales, a través de “lámparas de arco de mil bujías”.
Íntimamente vinculados a los
conflictos por la posesión de las tierras, estos temas son en muchos sentidos
la continuación de la vieja disputa de los descendientes de Aranzazu con los
colonos que abrieron el monte, que a su vez se relaciona con el diferendo que
durante el siglo XVIII enfrentó a los habitantes de Santiago de Arma, fundada
en 1542, con los habitantes de San Nicolás de Rionegro. Interesados en las
tierras y los títulos de la centenaria población a orillas del Cauca, vinculada
con la provincia de Popayán, los antioqueños interpusieron todos los recursos legales
que se les ocurrieron para conseguir el despojo y, para complementar sus
acciones jurídicas, hurtaron de la iglesia de Arma una imagen de la Virgen del
Rosario, reliquia que había sido donada a la población ribereña por el rey
Felipe II (1527-1598). Esta historia, que también narra Valencia Llano, deja
claro, a mi entender, que un largo expediente
de luchas entre latifundistas y aparceros, entre la ambición de los poderosos y
el trabajo de los desplazados de la fortuna, o como se ha dicho
tradicionalmente, entre el hacha y el papel sellado, es una de las culpas de la
Virgen del Rosario, junto con otras, derivadas de las devociones sacras y
mundanas de sus seguidores, y por lo tanto corresponde a las cortes celestiales,
quizá aún hoy, dirimir las diversas verdades históricas y algunos linderos que
todavía se discuten y se discutirán en el futuro.
A quienes no estén de acuerdo con
mi interpretación, les recomiendo leer con cuidado, y muy seguramente con placer,
Colonización antioqueña y vida cotidiana. Construcción de la región caldense,
un libro de historia que tiene la sabiduría de ocuparse de los hechos
consignados en los registros y legajos, pero que también y con particular
gusto, se ocupa de las pequeñas cotidianidades del hombre común, que supo
convivir con la montaña y hacer su casa al resguardo de los gritos de la
Patasola.
Profesor
Octavio Escobar Giraldo
Universidad de
Caldas